No terminé una carrera universitaria, viví algunos años con mi bisabuela y mi abuela paterna, creo sin duda que ahí estuvo mi mejor escuela. Cuando llegaron mis padres me tuve que ir con ellos, ahí empezó a cambiar todo. Si bien no eran malos, su manera de educar o ser con conmigo nunca me gustó, los golpes no me sabían a postre de vainilla como el de mi abuela, ahora podría justificar, por llamarlo así, que fui una adolescente rebelde y pensaba que me merecía algunos cuantos “guamazos”. Nunca fuimos dignos, ni mi madre y hermanos de pedir nada, eso desataba la ira de mi padre, en consecuencia el inconsciente dicta que así es la regla: cállate, no pidas, no hables, te golpeo.
Conocí al padre de mis hijos a los 16 años y la historia se repitió, saliendo de una para entrar en otra, lo curioso es que todas las mujeres de mi familia traían consigo un hombre de muy característicos modales: el que no era borracho, era mujeriego, tacaño o golpeador, pero alguna corrió con “la bendición” de tener todo el itacate completo. Las infidelidades, malos tratos y los consecutivos golpes, llevaban a mi pensamiento, que era un ave, a desear volar, pero tenía las alas amarradas. Era muy difícil 3 hijos, sin familia que me apoyara, sin estudios suficientes, sin dinero, lo veía imposible. Pero un día “los garbanzos me llegaron al buche” y tuve que agarrar el valor de una soldadera en guerra, tomar a mis chilpayates, mi rebozo y la única arma que sé usar en la vida: el amor.
Me dieron la oportunidad de trabajar en una constructora y me convertí en corredor de bienes y raíces. La secuencia siguió, ahora fue maltrato laboral. Mi inseguridad, mi miedo a perder el trabajo y no tener dinero para mis hijos, hicieron que tolerara humillaciones y malos tratos. Un día me quedé sin trabajo y la necesidad sacó de los cazos y cazuelas a la Ivonne cocinera, la recolectora, esa mujer que sentía mariposas en el estómago al prepararle la cena a su general, un general que dejó muchos platos servidos y un corazón machucado en un molcajete.
Empecé a elaborar conservas de chiles y salsas mexicanas. Desde ese momento a los demonios que me persiguieron durante años, los empecé a chambuscar en la lumbre de un comal. Volví a ejercer como corredora un año más, mis hijas iban a entrar a la universidad. En ese tiempo soñé, imaginé y fundé Las Delicias de Mi General: que era un caldo de res hirviendo en mis pensamientos y de todo lo que lleva un caldo de res, no tenía ni el agua.
Un día me levanté de mi escritorio y me fui con un manojo de sueños entre mis manos. Sin nada, saqué la mesa de mi casa, pedí ayuda, dinero, toqué puertas, daba 12 o más vueltas al mercado a comprar un kilo de queso y masa. Agotada me sentaba a llorar en la esquina de la Plaza de Armas, miraba las marcas en mis brazos de cargar bolsas estaba cansada, agotada.
Murió mi madre y la dejé en el IMSS por ir a preparar salsas y frijoles. Al poco tiempo, también murió el padre de mis hijos. Cerré varias veces porque no tenía un peso, sólo un manojo de flores de calabaza esperando ser encantadas por mi hada madrina. El dolor me dobló, pero no me quebró. Tuve que desvanecer esos recuerdos, de verme con los ojos morados, olvidar aquellas palabras que me sumieron en un bote para hacer barbacoa de pozo, “Inútil”, “pendeja”, “gorda”, “no sirves para nada”, “fea”.
Sentada en un rincón con la ropa vieja, lloraba con una orfandad, que yo misma me daba lástima, sin saber que era una mujer con unas alas amplias como los manteles de fiesta. Me redescubrí, me reinventé de la nada, lamí mis heridas y levanté la cara. Me caí y me pisaron, pero me levanté, pinté mis paredes oscuras, le puse más sal a la sopa y renació esa mujer que no se sabía fuerte, que supo que fue a la guerra por las heridas, más no porque supo contra quien combatió. Mis hijas se graduaron y yo celebré con cientos de tortillas, que aventé en mi cocina para que mi cielo se pintara azul, como el maíz.
Hoy, Las Delicias de Mi General está entre los lugares que debes visitar cuando vienes a Saltillo y estrena sucursal dentro del Museo del Desierto, Las Delicias del Desierto. Gané un Pacmyc, un Inaes para elaborar mis proyectos, entre ellos la Lotería Gastronómica Mexicana. Mi padre, gracias a este lugar trabaja, es productivo y vive en la casa que le regalé a mi madre. Hoy me reconozco como una mujer frágil, delicada, llena de amor, enamorada, feliz, bohemia y nostálgica. Busqué ayuda y Dios ha puesto en mi camino a las mejores personas. Hoy soy esa mujer que siempre fui y que no me atrevía a sacar del horno. Una mujer que se cocinó a fuego lento y con su propia receta.
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Simplemente fabuloso, humano, conmovedor.
Muchas felicidades