Por Liliana Contreras
“Confío en que Chuy Carlos está disfrutando y aprendiendo lejos de mí porque yo estoy trabajando con otros niños que no son el mío.”
Mis días transcurren así: después de dejar a Chuy Carlos por la mañana en la escuela, paso por un café y me voy a trabajar. Al medio día voy por él y en la casa cocinamos, comemos y jugamos un rato; ponemos una película y regreso a trabajar por otras cuatro horas, mientras que Paty lo cuida.
Por la noche vuelvo a casa y tenemos dos horas más para compartir, leemos durante veinte minutos, preparamos el desayuno del día siguiente y esperamos a papá. Hasta aquí, no entran las horas de trabajo extra, salir con amigas o darme un baño largo y relajante. Lo cierto es que cada día transcurre de forma autónoma e independiente, sin considerar mis planes o el calendario mensual, transcurre a su manera.
Un día Chuy Carlos amanece enfermo de la garganta; otro, resulta que se cayó en la escuela y requiere cirugía de urgencia o bien, Paty no pudo venir por la tarde, debo salir fuera de la ciudad o llegó nuestra familia de visita. En esos momentos, lo único que quiero es quedarme acurrucada con él por el resto del día y que duerma todo lo que necesite, quiero ser yo quien le dé su medicina, quien lo arrope, quien se cerciore que coma o simplemente quien esté a su lado cuando abra los ojos.
Trabajar y educar
Todo se transforma. Nada más importa. Importante es que papá llegue para tratar de alcanzar la perilla de la puerta; el agujero en el que cabe su mano para salir parte por parte, al patio. Importan las hormigas, la tormenta, la arena. Importa imitarnos uno al otro girando la cabeza, diciendo que sí o que no, rockeando, darnos un beso, escondernos debajo de las sábanas, reír y negarnos a dormir porque el día, ese día en particular, pasó tan rápido.
El día que sigue es distinto (e incierto). Vuelvo al trabajo y confío en que estará bien. Confío en él, sé que se adapta a sus clases, a sus maestras y a sus compañeros de clase. Sé que le gusta estar con sus abuelos, que saldrá al parque y jugará con sus amigos que yo no le presenté y que otro día, cuando pasemos por ahí, le gritarán “Chuy” y yo no sabré quién le habla. Confío en que está disfrutando y aprendiendo lejos de mí porque yo estoy trabajando con otros niños que no son el mío.
Por más que leo que los hijos de madres que van a trabajar tienen mejor rendimiento en su vida, sufren menos depresión y ansiedad, que son más independientes y son capaces de ser felices consigo mismos y que en general son más saludables, cada noche siento una opresión en el pecho que me cuestiona si lo estoy haciendo realmente bien, si me estoy esforzando lo suficiente.
Si esas estadísticas no me engañan, si es correcto combinar las facetas como mujer, madre, trabajadora, esposa, amiga o es preferible enfocarme solo a una de ellas. Y entonces lo veo redescubrir un libro o un juego que hace tiempo habíamos dejado de lado. Veo cómo sonríe cuando le pregunto si quiere ir con su maestra Sofy o con su amigo David, repitiendo su nombre mientras aplaude. Me pide ir con su prima Boche, ir a la tienda, a ver a Tato (el perro de sus abuelos) y me doy cuenta que ese niño tan mío, ese niño que nació de mí, es realmente de todos.
Somos quienes le rodeamos los responsables de él y de su felicidad. Sí, “se necesita de una aldea para educar a un niño” y solo me queda cerciorarme que sea educado para la plenitud y la felicidad, mientras hago el esfuerzo para que su mundo sea mejor al nuestro.
En México 71% de las mujeres económicamente activas son madres.