Por Valeria González
Tenemos una adicción a juzgar, a que nos juzguen y a que nos definan. Porque si me juzgas, sé quién soy y adoptamos ese juicio, (depende de quién lo haga, no es lo mismo si lo hacen nuestros padres o conocidos), a nuestra personalidad.
Ya hemos hablado antes de cómo los niños adoptan el juicio de los cercanos como propio. Constantemente nos dicen, cómo somos, cómo éramos, como hemos cambiado, qué les gusta de nosotros, qué no les gusta, en quiénes nos convertiremos en el futuro si somos como somos.
Nos comparamos, nos medimos en base a lo que creemos que somos y eso que creemos que somos es la base en la que medimos a los demás. Dependemos del juicio de los demás para definirnos y así vamos definiendo a los demás.
Una vez mi esposo me dijo: “Esto de juzgar es como si tuviéramos una línea horizontal frente a nosotros, todo lo que está arriba de ella es una exageración y lo que está abajo es escaso”. Por ejemplo, todo el que trabaje más que yo es un adicto al trabajo, y todo el que trabaje menos que yo es un flojo; todo el que gaste más que yo es un consumista y el que gaste menos que yo es miserable; toda madre que dedique más tiempo que yo a sus hijos es aprensiva y la que dedica menos es una desentendida de sus hijos; la que se arregla más que yo es vanidosa y superficial y la que lo hace menos es dejada.
Así, me voy midiendo y juzgando a los demás para ponerme “a salvo” de la culpa. Para poder decir, yo estoy bien, los demás están mal; a eso se le llama proyección. Proyecto sobre otros mis propias carencias y miedos, los juzgo a ellos para así no ver lo que “hay dentro de mí”, o más bien, aquellos juicios que hicieron sobre mí, mis padres, mis maestros, mis hermanos, amigos y que yo asumí como mi identidad. La cuestión aquí es que NO es mi identidad, y si puedo ver eso, entonces el miedo de ver las creencias que tengo de mí desaparece, se hace cada vez más chiquito y por consiguiente dejo de juzgar a los demás, ya no es necesario proyectar en ellos lo que traigo adentro, porque lo que traigo adentro no significa nada, nada. Es solo una idea, y esa idea no me define, puedo adoptar cualquiera, no es importante.
Juzgamos para sentirnos separados de los demás, de Dios, de ti, es parte de la dinámica del ego. Si critico algo o a alguien, yo soy mejor de lo que estoy criticando, y el mundo se cae si alguien me critica porque he aceptado este sistema de pensamiento donde yo y el otro somos distintos, lo que me hace ser yo en este sistema es lo que he adoptado como personalidad.
Pero hay otra opción, hay otra manera de ver las cosas, donde la forma no es importante. No es importante lo diferente que sea el cuerpo o los gustos y creencias de alguien o mías, eso es sólo la forma. El ego emprende guerras enteras para defender su forma, su personalidad o acusar la de los demás.
En la opción espiritual elijo ver el fondo, lo que hay detrás de la forma. ¿Pero cómo hacerlo? La cuestión aquí es que creo que sé que lo que hace el otro está mal, creo que sé que lo que me está pasando está mal, creo que sé, y todo el sistema del ego se basa en que no toquemos eso, nunca lo pongamos en duda.
Al decir no sé por qué las personas hacen lo que hacen, puedo desprenderme del juicio o al menos desapegarme y poco a poco lo empiezo a hacer conmigo y no me juzgo, o no juzgo lo que me pasa, porque no sé, porque eso no me define. No hay manera que tenga una mente omnisciente para poder juzgarme a mí o a los demás. NO SE.
Aquí la Fe es importante, si no soy esta forma, entonces ¿quién soy? En el fondo sí lo sabemos. En la quietud de nuestra mente sabemos que somos uno con todo, somos amor, uno con la Inteligencia Divina.
Al experimentarme uno con el otro, con los demás con la Inteligencia Divina, puedo ignorar la forma y dejar el juicio porque el otro soy yo, no tengo que defenderme de nada, porque no hay nadie allá afuera.
La oportunidad aquí está en todas las oportunidades que tenemos diariamente de ver el fondo de los demás, entre más pueda ver la igualdad de amor dentro del “otro”, más fácil será verla en mí.