Por Liliana Contreras
Elegí mi profesión sin saber bien a lo que iba. Creo que, en mis años de prepa, salía un psicólogo guapo en una novela juvenil y de ahí me nació la curiosidad por mi carrera. Dejé la casa de mis papás y, la primera vez que vine a Saltillo a entregar mi papelería a la Universidad, caminé desde la central de autobuses hasta el Ateneo y hasta mucho después entendí las dimensiones de esa aventura. Iba a dedicarme al área industrial, a capacitar en empresas, pero en cuarto semestre, tras leer los primeros libros sobre técnicas proyectivas, mi vocación empezó realmente a surgir: la psicología infantil. Por suerte, me dieron trabajo en un centro de atención a niños con capacidades diferentes y ahí encontré un trabajo que se adecuaba a mi forma de ser y de relacionarme con el mundo.
Eso fue hace casi 15 años. ¡Sí! Lo pienso y me quedo boca abierta al reconocer todo lo que ha ocurrido -tan rápido y tan lento a la vez- desde que conocí al primer niño con esquizofrenia, que se sacudía arena inexistente; a la primera adolescente con sordera, que era capaz de explicar una clase de sexualidad a sus compañeras y que las prevenía de los hombres, a señas; y, lo más inolvidable, los primeros ojos azules a través de los cuales me adentré en el mundo del autismo.
No han sido pocas las veces que he llorado por alguno de mis pacientes. Me lo advirtieron tanto en la escuela, pero ha sido irremediable. Entendí que mi principal recurso para hacer bien o mal mi trabajo era yo misma, era mi capacidad (o incapacidad) de comprender el contexto de cada niño, mi forma de empatizar o de interpretar su realidad. Así que, a pesar de lo que digan los libros, el apego hacia mis pacientes -hacia mis niños- es el principal factor de éxito o fracaso de mi intervención. Lo re-confieso: lloré cuando corrieron a Sebastián de su tercera escuela, antes de terminar el preescolar. No pude dormir el día que entendí que Ismael era víctima de violencia en casa. Estuve angustiada buscando respuestas ante los dibujos de un par de hermanas con rasgos de abuso sexual. No dejo de pensar en el diagnóstico de Carlitos, después de un año de conocerlo.
Ser psicóloga no es fácil. No puedo dejar el libro para mañana, porque en él puedo encontrar indicios que cambiarían la vida de alguien. No puedo asumir que sé todo, porque puedo desperdiciar tiempo vital de un pequeño, que bien podría ser mi hijo. Siento una gran responsabilidad al decirle a un papá o a una mamá que su hijo presenta conductas o rasgos “atípicos”.
Imaginen lo que siento desde que me convertí en madre. Mis miedos y mi responsabilidad se triplican, se traducen en días sin sueño, en horas pegada a la computadora, a un libro. Es por eso que el dolor en la espalda, el hambre, caminar de la central al Ateneo, el periodo de incapacidad antes o después del parto, pasan desapercibidos. Porque lo que siento es una pasión más grande que yo misma. Porque lo que siento por mi profesión es más grande que ir a bailar o que echarme en el sofá a ver una película. Porque es más importante el libro sobre alteraciones genéticas que Piedra de sol, que podría leer hasta el hastío. Vi en un video que solo una verdadera pasión nos permite exceder los que creemos nuestros límites, nos dota de energía para trabajar incansables. Y resumo: amo mi profesión, la amo tanto como respirar. ¿Cuál es tu pasión en la vida?