Por Liliana Blum
Una cree que sabe lo que es el amor, una cree que se enamora hasta las cachas, una cree ver la luna y las estrellas, una cree volar entre nubes de algodón, hasta que conoce el verdadero amor. Y por esto me refiero al amor que se le tiene a un hijo. Antes que me lapide la logia de la anti-maternidad, diré que de ninguna manera creo que tener hijos sea para todas, o que deba de considerarse la realización de una mujer. En absoluto. Pero de que es incomparable al amor que se le puede tener a una pareja, amigo, familiar o mascota, lo es.
Yo nunca jugué con muñecas ni fantaseaba con tener un bebé. Jamás me atrajeron los bebés en general. Yo era la amargada que no le hacía cuquitos a los bebés ajenos o que preguntaba si podía cargarlos. De hecho, los hijos ajenos me eran indiferentes, cuando no molestos. Y de pronto un día me desperté sintiendo que necesitaba tener un bebé. Tiré las pastillas y en unos cuantos meses quedé embarazada.
Suena a cliché, pero mi vida cambió desde entonces y no por las razones obvias: fue algo interior. Una corriente de amor me recorría día y noche, a pesar de los nefastos síntomas del primer trimestre (que los tuve todos) y de los veinte kilos que terminé ganando. El enamoramiento más profundo que jamás había experimentado: lo más curioso, hacia una persona a la que ni siquiera conocía aún. Un amor combinado con emoción y muchísimo miedo. Decía Stephen King en Dolores Clairbone: “There’s no bitch on earth like a mother frightened for her kids”.
Cuando nació mi primer hijo sentí que podría morir defendiéndolo y matar por él si fuera necesario: algo que no haría por nadie más en el mundo. Todo lo relacionado con él era extremo: la alegría que me producía el sólo verlo, el terror cuando se enfermaba, los celos cuando alguien más lo cargaba más de unos minutos. Y como leo de lo que me interesa, y nada me interesa más que mis hijos, descubrí que desde el embarazo y durante el post-parto el flujo de hormonas al cerebro produce el comportamiento que recién describí. En otras palabras, los sentimientos maternales de amor desbordado, la fiera actitud protectora y las preocupaciones constantes tienen su raíz en la materia gris de las mamás. De hecho, estamos “enchufadas” para amar a nuestros hijos: los científicos han observado las diferencias responsivas en diversas partes del cerebro materno cuando las mujeres ven fotos de sus propios bebés y fotos de otros bebés. La mayoría de estas cosas suceden en la amígdala, gracias a la alta concentración de oxitocina, que comienza a producirse durante el embarazo.
El de los hijos es un amor fisiológico: nada se compara con el auténtico amor de oxitocina.