“Hoy no quiero levantarme de mi cama”, ” Hoy sólo quiero una taza de café muy cargado, un abrazo muy fuerte y volver a cerrar mis ojos”.
“Hoy quiero olvidarme de todo lo que sucede a mi alrededor, solo quiero abrazar fuerte a mis 3 pequeños y no soltarlos, decirles cuánto les amo y perderme de todo lo que hay allá afuera”.
Estos eran los primeros pensamientos que me despertaron por muchos días, mientras esperaba los resultados del cariotipo de mi Rafael.
Esto deseaba y sentía, casi cada mañana al abrir mis ojos, en esos primeros segundos del día, en los que reconoces una realidad que hace tan sólo unos días no era tuya y que le dio un giro a tu historia.
En la vida hay etapas de cambio, ajustes, accidentes, diagnósticos inesperados, malas decisiones que traen consigo consecuencias o simplemente un hecho que, de la noche a la mañana, escribe un nuevo capítulo en la historia de nuestras vidas. Esas situaciones, que agregan un capítulo que nosotros jamás hubiéramos incluido en nuestro cuento de hadas.
¿Alguna vez lo has sentido? ¿Alguna vez te has despertado porque la preocupación, el asombro o los sentimientos a flor de piel no te permiten seguir durmiendo?
A pesar de que sabemos que de eso va la vida, nadie pide tener situaciones inesperadas a menos que sea ganarse la lotería, nadie añora pasar por pruebas, retos o lecciones de vida.
No imagino a ningún ser humano despertando por la mañana deseando sentirse vulnerable, aterrado o abandonado con una situación que no sabe cómo manejar. ¡Nadie lo pide así!
Aunque sabemos que es parte de nuestra existencia y participación en este mundo.
Desde pequeños nos enseñan a buscar “la perfección”.
Perfección en la vida misma, y mientras más motivos tengamos para agradecer y más “perfección” logremos, más vulnerables somos, sobre todo si nos mostramos receptivos ante esa “remota” pero real posibilidad de que a nuestra historia llegue “la prueba”, la cual terminaría el cuento color de rosa que nos habíamos imaginado y por el que tanto hemos luchado, desde que tenemos conciencia.
Cuando nacemos, todos a nuestro alrededor están a la expectativa de que llegue un bebecito de revista “perfecto”, en todos los sentidos. Conforme vamos creciendo nuestros papás hacen malabares para crearnos un mundo ideal, la felicidad en muchos de los casos se basa en lo que vemos en la televisión, en las revistas, lo que escuchamos en las canciones. Y cuando algo no pinta así, cuando algo o alguien no es como creemos que debe ser es el color de la perfección, nos asusta.
Últimamente me he preguntado, ¿por qué en la escuela no hay materias enfocadas a saber manejar nuestros sentimientos, a controlar nuestras frustraciones, a conocernos y conectarnos con nuestro “yo”?
Crecemos creyendo que lo que sentimos no se controla, que los sentimientos emergen de manera mágica en nuestro ser, que no podemos manejar el cómo nos sentimos.
Si nos enseñaran la gran conexión y “perfección ” que hay en nuestro cuerpo, podríamos conectar nuestros sentidos con mente y corazón y así ser más sabios a la hora que la vida nos ponga a prueba.
No podemos evitar el dolor, pero si podemos enfocar nuestra tristeza, frustración y enojo a objetivos positivos.
Podemos estar conscientes de que somos diminutos en un mundo tan diverso, que la vida no nos pertenece, nosotros pertenecemos a la vida.
La realidad es que estamos expuestos a lo que nos toque en el juego y es entonces cuando podemos decidir qué hacemos con las cartas que nos han tocado, si queremos jugar o queremos pasar en cada oportunidad.
La vida es el molde, nosotros la masa.
Deberíamos entender desde pequeños y según nuestra posibilidad, que la carretera de la vida tiene curvas, baches, montañas, imprudencias del clima y quién sabe cuánta cosa más que vamos descubriendo a nuestro paso por esta maravilla llamada vida.
Que las experiencias, ya sean buenas o malas, nos forman en esencia, nos abren un abanico de posibilidades, nos dan la oportunidad continuamente de decidir quién quiero ser o quién no quiero ser.
En el mundo de las mamás, ser perfecto es: niños con buenas calificaciones, sociables, con equilibrio emocional, obedientes, líderes y, si a eso le agregamos los atributos físicos que el mundo ha establecido, sentimos que estamos viviendo “la tan añorada perfección”.
Y es aquí, precisamente donde le encuentro sentido a mis mañanas grises.
Aquellas mañanas que tuve hace exactamente 5 meses.
Un mes completito con las mañanas llenas de espera de la confirmación de que ese bebecito que imaginé mil y un millón de veces en mi mente y en mi corazón, tan “perfecto” como cualquier madre sueña a su pequeñito… tenía Síndrome de Down.
Fue después de esas mañanas en las que me despertaba con un fuerte deseo de sólo abrazar a mi pequeño Rafael y con el más intenso deseo de protegerlo ante los ojos perfeccionistas que abundan en este mundo, que comencé a entender que yo no quiero “perfección”, porque la perfección es subjetiva, la perfección nunca llega porque la inventamos nosotros y mientras más la buscas más se aleja.
Yo solo quiero felicidad, y la felicidad no depende de qué tan perfecto fue mi día, o qué tan perfectos son mis hijos… después de todo ¿quién dice qué es perfecto y qué no?
Yo solo quiero disfrutar de los pequeños GRANDES placeres de la vida: una taza de café, un abrazo sincero, la llamada de una amiga o un ser querido, una rica pizza, el ejercicio del día, saber que amo intensamente a mis hijos y que logro transmitirles ese amor.
Yo sólo quiero VIVIR consciente de que cada mañana que abro los ojos ya es un motivo para ser feliz. Vivir sabiendo que soy como una masa, moldeable a las circunstancias que la vida me presente.
Vivir consciente y lista para días de caos con tres chiquitos hermosos y nada perfectos a mi cargo, días de alergias, días en los que mi casa es tomada por unos pequeños revolucionarios, días en los que quiero llorar de risa, de desesperación, de alegría o de culpa porque perdí la paciencia. Llorar tan solo porque puedo y quiero, llorar porque encuentro alivio, llorar porque luego de un día pesado en esta vida loca y cansada de mamá, entiendo que después de todo ellos son una extensión de mí, y yo no soy, no pretendo, nunca fui y no seré nada cercano a la “perfección “.