Por Valeria González
“La inocencia es incapaz de sacrificar nada porque la mente inocente dispone de todo y sólo se esfuerza por proteger su plenitud. No puede proyectar. Tan sólo puede honrar a otras mentes porque honrar a otros es el saludo natural de los verdaderamente amados hacia los que son como ellos”. (Un Curso de Milagros)
Justificamos el ataque porque, desde las mentes religiosas bien intencionadas, pero con un gran mal entendido y pensando desde el ego, parece que Dios mismo fomenta que sus hijos sufran por ser buenos en nombre de la salvación. Sanar esta percepción ha sido un camino de toda mi vida desde que fui educada en un colegio católico y tenía mis dudas, porque de verdad había algo dentro de mí que se revelaba a esa creencia. Hace tiempo vi un stand up de un comediante que se burlaba de lo ilógico de esta postura, “si cometes un pecado y no pides perdón serás condenado por toda la eternidad en las llamas del infierno, pero… Dios te ama” …. ¿de verdad? Estoy segurísima que mis papás jamás harían eso conmigo y su amor se supone que no es tan incondicional como el de Dios. No entendemos el Amor y pensamos que Dios tiene ego y que hay cosas que le ofenden y otras que no y además exige sacrificio. Seguimos como los griegos: dotando de atributos humanos a los dioses y entonces no es que nosotros seamos a imagen y semejanza divina, más bien creamos a nuestros dioses a imagen y semejanza nuestra. Sin embargo, ¿por qué hay gente que se niega a abandonar esa creencia por más ilógica que sea?
La respuesta está en la justificación que le damos al ataque o defensa con ataque.
Si percibo que “alguien” me hace algo malo me siento con el derecho de “castigarlo”, si Dios lo hace, es correcto que yo lo haga también (pero… ¡hay un Dios que todo lo ve!). El “otro” me “ataca” y yo me defiendo, así funcionamos en este mundo loco de la forma o la ilusión. Pero hay otra manera de ver esto, una visión espiritual, donde la mejor defensa no es el ataque sino la inocencia.
Se ha dicho muchísimas veces que todos somos uno y que el “otro” es solo una proyección mía, de mi percepción del mundo, de mí misma y de Dios. Ya lo he escuchado tanto, sin entenderlo realmente, que se ha vuelto trillado y sin significado cuando lo escucho, al no entender a profundidad el contenido. Es por eso que las metáforas funcionan tan bien para mi mente necia.
¿Cómo sería no percibir ataque? ¿Cómo sería ver un mundo inocente con una mente completamente inocente?
A mi esposo le encanta jugar tenis y siempre que llega a la casa después de jugar uno o dos sets muy contento y le pregunto ¿cómo te fue, ganaste o qué? Invariablemente y con una sonrisa me contesta que le fue súper bien y que ganó. Ya se me hacía raro que siempre ganara y le pregunté una vez incrédula: “¿De verdad siempre ganas?” “Sí, siempre gano”, me contestó, “porque todo depende del objetivo que tengo, yo voy a jugar tenis para hacer ejercicio, aprender y divertirme, mi objetivo siempre se cumple, así que siempre gano.”
Esa fue la primera lección que me dio, tiempo después me tocó verlo jugar en un torneo y me impactó la forma tan diferente de reaccionar durante el juego. A diferencia de sus “contrincantes” jamás se enojaba consigo mismo por fallar un tiro (ah, cómo me asombró ver los insultos que los jugadores se hacían a ellos mismos por fallar). Lo más asombroso del asunto es que mi esposo hasta les aplaudía a sus “rivales” por haber lanzado una bola tan buena, tan buena que él fallaba. Algo muy, muy diferente a lo que vi con los otros jugadores, unos hasta se lo tomaban personal y llegué a ver a uno que después de un juego hasta rompió su raqueta del coraje.
Ese día, mi esposo perdió el juego, pero al terminar felicitó sinceramente a su contrario y alabó su saque y el efecto con que le pegaba a la bola y hasta le pidió unos consejos. De regreso a la casa le comenté lo observado y sonriendo me dijo, “es que yo no veo al otro como contrincante o como enemigo a vencer, lo veo como un maestro del que tengo la oportunidad de aprender muchísimo indistintamente si gano o pierdo el juego”.
¡Me cayó el veinte! En primer lugar, todo depende del objetivo que crea tener en la vida, si mi objetivo es sobrevivir en este mundo cruel, donde se tienen que cumplir ciertas cosas para que yo sea feliz, voy a pensar, sentir y actuar de acuerdo a este objetivo. Si considero que para ser feliz necesito tener esto o aquello o que tal persona haga o no haga algo, por supuesto que tengo que poner manos a la obra para tratar de conseguirlo, ya que de eso depende mi felicidad y voy a defender con uñas y dientes a quien intente quitármelo, me aterra que me lo quiten, por supuesto que justifico el ataque. En mi experiencia, esa forma de ver la vida, no me dio felicidad real.
Si cambio mi objetivo, si mi objetivo es ser feliz indistintamente de lo que aparenta suceder en el mundo de la forma, si no hay condiciones para la felicidad solo mi decisión, la cosa cambia. La percepción del mundo se vuelve inocente, el “otro” es un maestro donde yo sigo aprendiendo a ser feliz independiente de lo que haga o no haga. El ataque como defensa no aplica en absoluto, ya que es precisamente lo que estoy tratando de desaprender, mi objetivo es el amor interno ya que es la única forma de felicidad constante, porque lo externo es solo un reflejo de lo interno. El “otro” como maestro, solo puede actuar de dos maneras, me da amor o me pide amor, no es mi enemigo, y entre más aprenda a dar amor o sentir amor cuando “me lo piden” más consiente soy del amor dentro de mí, así que voy aprendiendo, o desaprendiendo, sano mi percepción, sano mi mente y cada vez el espejo que percibo en el otro es un reflejo hermoso. Para mí seguir este objetivo es un enorme trabajo y me canso, mi esposo también se cansa jugando tenis, pero se divierte. Así yo también, sí me canso muchas veces, me equivoco, corrijo el error de percepción y aprendo. Así el camino se ha vuelto hermoso. De esta manera la inocencia es fuerza verdadera y no debilidad.