Por Liliana Blum
La maternidad: como en la receta de un platillo agridulce, por cada parte de felicidad y amor absoluto viene otro tanto de miedo y culpa, de dudas y frustración. Si eso parece contradictorio en sí, me atrevo a agregar también que ser madre es un acto profundamente egoísta que, por lo mismo, te convierte en una persona más solidaria y empática.
Alguien me preguntaba, en una entrevista sobre mi última novela El monstruo pentápodo (Tusquets, 2017), si la maternidad suponía forzosamente miedo y culpa. Sin pensarlo, respondí que sí. La novela trata de un pedófilo que secuestra a una niña de cinco años y la tiene prisionera en un sótano, pero hay dos personajes femeninos muy importantes en la novela: una madre a la que, por un descuido de apenas segundos, le roban a su hija de cinco años; el otro personaje femenino se convierte, enamorada y por engaños, en cómplice de un criminal terrible. Sin embargo, apenas se da cuenta de que está embarazada, decide denunciar a su pareja.
En el primer caso, el personaje sufre de una culpa que la llevaría al suicidio si no fuera porque sabe que debe vivir en caso de que su hija aparezca: jamás se perdonará ese descuido. El no saber en dónde está su hija significa lo peor. Ella no lo sabe, pero no está equivocada: lo peor que una madre puede imaginar le ha sucedido a su hija. Y todo por haberse distraído un instante… Desde luego la suya es una situación extrema, pero la maternidad está plagada de momentos de los que nos arrepentimos constantemente: si fuimos demasiado duras al disciplinar, si perdimos la paciencia, si no hicimos tal o cual cosa con el entusiasmo suficiente, y un largo y tortuoso etcétera. ¿Le hemos arruinado el futuro a nuestro hijo porque tomamos tal o cual decisión, o en su defecto, porque no la tomamos?
En el caso del segundo personaje, la certeza de su maternidad es lo que le da valor para hacer lo correcto. A pesar de que sabía lo que ocurría en el sótano, no se había animado a denunciar a su pareja, tanto por temor a represalias como a perder su cariño y volver a estar sola. Pero al saber que ella misma está embarazada por primera vez le hace ver a la niña secuestrada en una luz diferente: esa criatura es también la hija de alguien más, de una mujer que, como ella, ama y teme por su hija. Sólo entonces hace una llamada a la policía y la niña es rescatada tras varios meses de tortura y secuestro. Ser madre entonces es un acto egoísta que nos vuelve solidarias: amamos tanto a nuestro hijo, queremos su bien por sobre todas las cosas, que nos permite entender a otras madres de la misma manera, verlas a ellas y a sus hijos bajo la misma luz que nos vemos a nosotras mismas.
Recuerdo que desde mi embarazo y durante los primeros años de mis hijos, una pesadilla recurrente me aterraba por las noches: estaba en un lugar concurrido, lejos de casa, y de pronto al voltear mis hijos ya no estaban. El resto del sueño era una búsqueda inútil y desesperada por encontrarlos. Invariablemente me despertaba sobresaltada y casi al borde del llanto. Luego tocaba mi enorme vientre de embarazada para sentir al bebé dentro o bien, iba a darles un beso en su cuna, y sólo entonces podía conciliar el sueño. Con el paso de los años las pesadillas se volvieron esporádicas, pero todavía me asaltan de vez en cuando.
Supongo que sentir aprehensión, miedo y angustia ante el futuro de un hijo es totalmente normal, evolutivo: los hijos de las mamás que los cuidan y protegen tienen más probabilidades de sobrevivir y pasar sus genes a las próximas generaciones. Desde luego, en la práctica no pensamos en términos de evolución, sino que simplemente nos abandonamos a esas oleadas suaves de amor materno y luego a esas caídas súbitas de miedo y culpa. Pero está bien: todo es parte de ser madre.