Por Elena Hernández
Frente a mi ventana se pone el sol, cada tarde la luz baña mi cama un buen rato, luego se oculta tras un cerro que está justo al final de la calle. Ese cerro que me recuerda lo vieja que es la tierra y cuánto tiempo ha estado ahí, lo mucho que se ha transformado, todo lo que a través de los años se ha alterado y pienso que nosotros igual con el tiempo nos transformamos, evolucionamos, lo que antes nos gustaba ahora no nos llena, lo que antes buscábamos, ya no nos interesa. ¿Por qué? ¿Qué pasa con ello? ¿Por qué cambiamos? Creo que maduramos con los años, nuestras prioridades, expectativas y objetivos se van moldeando con cada etapa de la vida.
¿Es así? ¿Mejoramos? ¿Siempre crecemos? Espero que sí. Observo cómo la luz se modifica y al final se vuelve más tenue, sucede igual con nosotros. Al amanecer somos una luz suave, delicada, un tanto dulce, apenas brillamos, al medio día somos una luz fuerte, punzante, picante, terca. Conforme avanza la tarde nos volvemos más intensos y con una calidez constante, tanto que parece interminable hasta que empieza a declinar, a titubear, comenzamos a enfriarnos, a apagarnos. Y cada uno a su ritmo, a su tiempo, unos antes, otros después, unos lentos, otros abruptamente, pero algo seguro tenemos y es que, detrás de aquel cerro, nuestra luz se extinguirá.
Hace un año, el tercer domingo de junio, el día del padre, la luz de mi padre comenzó a apagarse. En tres días se disipó. Se fue con la luna llena, en el solsticio de verano. Lo despedimos entre una mezcla de silencio y alegría, algunas palabras solemnes y el resto una fiesta. Fue un hombre que hizo siempre lo que quiso, que siguió sus ideales, su voz interior, fiel a sus creencias y pensamientos, de él aprendí a ser libre, a decir lo que pienso y lo que siento, a no tener miedo de ser yo, de decir “te amo” y de decir “adiós”. Aprendí que la suerte se reparte temprano, él fue un hombre con mucha suerte, de carácter duro pero cariñoso y apapachador. Su estela me acompaña a veces como si aún no se extinguiera, como si ese sol incandescente estuviera todavía iluminando mi ventana. Aun espero los domingos su llamada tempranera para organizar el almuerzo o la comida, pero mi teléfono ya nunca suena. Tampoco recibo su mensaje cada luna llena, esa luna en la que él pensaba en mí y en la que ahora yo pienso siempre en él, pero ya no tengo a donde enviarle ningún mensaje. Se niega su recuerdo a morirse, y así, desde aquel día del padre hace un año y cada año que me falte, espero seguir viendo ese destello de luz, como un resplandor terco que resiste a esfumarse tras aquel viejo cerro.