Por Liliana Contreras
Si la maternidad es una fuerza que lo inunda todo, la paternidad no es menos apasionante ni menos enérgica, aunque sí es distinta. La definiré como un sentimiento que surge de forma intempestiva, porque emerge en el momento en que tienes a ese pequeño en brazos, cuando escuchas, quizá, su primer llanto, cuando te acercas a él y te das cuenta cómo su corazón palpita y cómo sus pulmones responden solo unos segundos después del parto, cuando te reconoces en él y asumes que tu vida ha adquirido un sentido nuevo, una posibilidad de trascendencia que no habías considerado.
Cuando nació nuestro primer hijo, pasaron las primeras semanas y yo me veía sentada con un bebé al lado y con un esposo de mil brazos, que no dudaba en acercarme la crema, la medicina, el pañal; que me acomodaba la almohada y que no quería moverse en la noche para no molestarme, al otro. Estaba ahí, pero, no lograba hacer ese “¡click!” con nuestro hijo. Nos detuvimos un momento, sentados en el sofá, música de fondo como todos los jueves en la noche, y hablamos de la necesidad de que él y nuestro hijo “conectaran”. Se ha comprobado que desde las ocho semanas después del nacimiento, el bebé interactúa diferente con papá y mamá, así que era necesario que, desde tan pequeño, tuviera un vínculo especial con cada uno de nosotros.
Abrimos los ojos y logramos que se diera esa conexión, a tal grado que hoy se parecen sobremanera: en sus gestos, sus palabras, la manera de enfrentar las cosas. La primera vez que lo durmió, fue en la fila para el cine. No dudo que se le oprimió el corazón, el día que le mordió la nariz, haciendo un ruido de pelea, teniendo unos cuantos meses. Sé (o espero) que se retractó de decir una mala palabra, al escucharlo repetirla. Lo ve orgulloso cuando quiere usar su perfume o sus zapatos.
Porque, tal como él lo dice, ser papá no es algo planeado o visualizado, en el sentido que lo hacemos las mujeres. Es algo que inició el día del parto y que le ha llevado a preocuparse por cosas que, antes de él, hubieran sido irrelevantes. Ahora, trabaja arduamente cada día, pensando en dos niños que dependen de él, que aprenden de él, que lo siguen, lo imitan y aspiran a parecérsele. Son dos pequeños que le dan la oportunidad de trascender, de que esta vida tan suya, tenga un sentido más allá del personal. Son más de doce horas al día y un trayecto en carretera, donde se repite que necesita más tiempo con ellos. Reitero y en esto coincidimos. No es tiempo de calidad. La cantidad de tiempo es la que día a día nos permite emocionarnos, disfrutar, conocerlos realmente: despertarlo y que se ría, bañarlo, detenerlo para que no cruce la calle corriendo, enseñarlo a defenderse.
Ésta es la disyuntiva para un padre: trabajar duramente o estar más tiempo con ellos. Como hombre, siente el “deber” de sacrificar esos momentos. Puede llevar a nuestro hijo a la escuela, quizá una vez por semana y recogerlo ocasionalmente. No alcanza a asistir a las reuniones escolares matutinas. No conoce a su maestro de música y no ha tenido que ver Minios más de treinta veces. Sale de casa antes del amanecer y, en ocasiones, regresa con un nuevo amanecer. Habla con ellos mientras duermen. Pero también, llega cansado a jugar a ser un caballo, usan guantes de box imaginarios, se tiran y revuelcan en el piso, comen papas picosas, van a trabajar los sábados, le ayuda a cargar cosas y le pide todo lo que, como mamá, no podría pedirle.
Hoy, deseo reconocerlo a él: a papá. Papi cuando ChuyCarlos quiere un vaso de leche. Porque su presencia es la que les exige ir más allá, aprender, usar su fuerza, eliminar obstáculos, saltar más alto, correr más rápido. Es un ideal recíproco en el que padre e hijos están parados frente a frente, reconociéndose, proyectándose y creando una esperanza genuina hacia el otro.
Texto de la edición impresa Junio-Julio 2017