Quien ha sido madre sabe, aún tras el embarazo más normal y sencillo, lo falsa que es la famosa frase de “la dulce espera”.
Por Elena Hernández
Todas somos distintas, aunque nuestro cuerpo esté constituido “exactamente igual”, es sólo el concepto el que es idéntico, porque todo lo demás es único en cada una de nosotras. Física y emocionalmente somos diferentes, pero nos unimos e identificamos a medida que vamos experimentando situaciones en la vida tan poderosas como la concepción, la espera y la llegada de un hijo. Es un largo camino de 40 semanas, a veces menos, otras un poco más. Un recorrido que para algunas es más difícil que para otras, y aunque el resultado es precioso y perfecto, no siempre la espera es maravillosa. Está llena de achaques, quejaderas, mitos, miedos, angustias, incertidumbre y una cantidad interminable de calificativos desagradables que dejan muy distante aquello de “la dulce espera”.
Todo inicia con un ¡estoy embarazada!, y no siempre es lo que se desea, aquí se abren varios caminos en los que no voy a profundizar, tomaremos el de ¡soy feliz! Partiendo de aquí comienza uno al dar la noticia a la pareja, a la familia, las amigas, etc. En seguida empieza el terrible bombardeo de consejos, experiencias, advertencias y un sinfín de comentarios junto con las felicitaciones que terminan por abrumarnos y llenarnos más de dudas, sobre todo si somos primerizas.
¡Ay de mí! Que no coma eso, ni beba aquello, que tenga cuidado con esto, que no haga lo otro, que no me ponga, que si me ponga, que me cuelgue el amuleto, que no me lo cuelgue, que me unte de aquello, que no me embarre nada, etc., etc., etc. Y pasan las semanas y anda una con los mareos y las náuseas, vomitando todo, no queremos comer nada. Debo aclarar que obviamente no a todas nos pasa igual, en mis primeros embarazos estuvieron ausentes los clásicos malestares del primer trimestre, no obstante, ya los sufrí en este último. Al fin pasan los 3 meses y surge un momento de calma, empezamos a comer normal, a sentirnos mejor y así de pronto llega un sueño incontenible, insaciable, te duermes parada. Distraídas todo el tiempo, todo se nos olvida, queremos sólo dormir y dormir, y no falta quien te diga: “duerme mientras puedas”, como si dormir ahorita nos contara puntos extras de sueño para las largas desveladas que vendrán después. Y que no subas mucho de peso, y el control cada mes con el doctor, y los análisis de esto y lo otro, y ojalá que no salga nada fuera de lugar porque te empastillan, además del ácido fólico y las vitaminas y el calcio, de sabrá Dios cuanta cosa que uno pueda necesitar para llevar a cabo esta titánica tarea de formar un nuevo ser en nuestro vientre. Y que tienes que comer por dos, dicen algunos, y nos tomamos bien en serio eso como si significara que tenemos que comer doble.
Pasan otras tantas semanas y que si ya sabes que es: ¿niño o niña? En mi caso, que no quise saber, decidimos esperar hasta el nacimiento para conocer el sexo del bebé, ya se han de imaginar la polémica: pero ¿cómo?, ¿qué vas a hacer?, ¿de qué color comprarás su ropa?, ¿cómo vas a decorar su recámara?, ¿y el nombre?, ¿y esto?, ¿y lo otro? No me quedaba más que respirar profundo y sonreír.
Conforme avanza el embarazo nos ponemos a investigar sobre el parto, la cesárea, los costos, el seguro, la lactancia, etc. Nos emociona y nos preocupa a la vez tanta cosa que hay que considerar. ¿Por qué no existe un lugar de retiro para embarazadas? Una especie de asilo donde ser recluida en la paz y tranquilidad del propio instinto que solito aflora, como si todas las mujeres ancestrales nos susurraran al oído que hacer, las de nuestro interior. Por el contrario, estamos siempre bajo la lupa, como en un laboratorio siendo observadas y juzgadas.
Pasa un poco más de tiempo y “se nos bota la panza”, la ropa ya no nos queda, se estira la piel y a veces incluso, se rompe, ¡qué horror! Y eso que seguí el consejo de mi abuela de untarme la manteca. Y las agruras. Para algunas al sexto mes ya empezaron las horribles agruras, y otra vez a cuidar lo que comes o de plano aguantarte o medicarte. Empiezas a dormir sentada, porque acostada el reflujo no te deja. Y lo que al inicio sentiste como algo mágico, las patadas del bebé de pronto ya no son tan mágicas, te duelen, se te encaja en las costillas, te acomodas de lado y se pone tan inquieto que no puedes dormir y allá anda el “lepe carajo” pateando el intestino, el hígado, un riñón, aplastando la vejiga y con ella comprimida no se te ocurra estornudar.
Llega el octavo mes: – ¡Ya quiero que salga!, pensamos. No dormimos, nos levantamos de madrugada tres veces al baño, las seis almohadas en el respaldo de la cama no son suficientes y ¡qué calor, no me lo quito con nada!, ya andamos todas hinchadas, los zapatos nos aprietan, la ropa nos pica, ¿por qué no podemos andar encueradas? Y el sueño no se ha ido, y si tienes otros hijos terminas agotada porque no paras en ningún momento, -¡que ya salga! Y tenemos hambre todo el día y antojo de esto y de aquello.
Y al fin, al fin llega el momento… ¡Nace el bebé! Y en el instante en que lo miras, sucede algo fantástico: todo se te olvida. ¡Todo! Como si hubieras caído en un agujero negro entre el momento de la sorpresa en que supiste que estabas esperando y los dos segundos antes de que lo tomes en tus brazos por primera vez. ¡Increíble! Tan mala memoria tenemos algunas madres, que nos aventuramos en este pavoroso trayecto de “achaques” más de una vez. ¿Estaremos locas?