Por Liliana Contreras Reyes
Hace un año, ChuyCarlos y yo tuvimos la fortuna de conocer a Angie y su pequeña Alondra. Entre los dos niños, nació una conexión especial que las maestras nos compartían constantemente: tomarse de la mano, ayudarse a caminar, compartir un juego, un libro, el tiempo libre, recordarle a la maestra que faltaba alguien. No he conocido una forma de amor más genuino que la que nace en niños tan pequeños. Ellos -niños- nos enseñan a nosotros -adultos- el valor de la inclusión, por lo que vale la pena reflexionarlo en este mes de concienciación sobre Síndrome de Down.
“Cuando sospeché que sería mamá, la emoción me invadía. Lo confirmé y me desbordé, planeando cómo darle la noticia a mi esposo, quien anhelaba tanto como yo, la llegada de nuestro primer hijo”, recuerda Angie. “Todo fue perfecto, mágico. Mes tras mes platicábamos e imaginábamos mil cosas. Supimos que sería niña y comenzaron las compras, la lista de nombres, la decoración del cuarto. Mejor: imposible”.
¿Cuándo cambiaron las cosas?
“De repente, en un eco, un corazón hermoso y grande nos habló y nos llevó hasta una amniocentesis”. Con este estudio, el médico detectó que Alondra era una hermosa niña con Síndrome de Down. “El miedo a lo desconocido me invadió y este miedo le abrió la puerta de par en par a la tristeza. Imaginaba tantas cosas feas, que me da pena recordar esos momentos”. El tiempo pasó, entre lágrimas y la búsqueda de información sobre la condición genética de Alondra, asimilando poco a poco una nueva perspectiva de vida, con el respaldo de una amiga con un hijo con Síndrome de Down y el amor incondicional de su familia.
Una mano extendida, un camino diferente.
Al retomar los preparativos de tan ansiado nacimiento, Angie poco a poco recobró la fuerza y la ilusión por ser madre volvió a su corazón. “No voy a mentir. Algo de miedo me acompaña hasta el día de hoy, pero volví a comenzar y me reenamoré de mi bebé. Me preparé para su llegada, que fue grandiosa. La dicha me invadió al escucharla llorar, al verla por primera vez. Sentí un amor tan grande y desbordante. Mi bebé había nacido por fin, podía sentirla, besarla, protegerla”.
La maternidad no es solitaria, es compartida.
“Día a día se suman más personas a nuestra causa, llenándonos de buenas vibras, de gestos amables, y esto es lo que nos da certeza al continuar y entender que no estamos solos, que podemos pertenecer y hacer todo lo que nos propongamos. Hay más información y empatía hacia las minorías, lo que nos da más oportunidades. Aunque con frecuencia me para gente para decirme que en mis manos tengo un ángel, que soy muy afortunada y muchas cosas parecidas, lo cierto es que la mayoría entiende que mi hija es una persona con mucho por aprender y crecer. Yo no creo ni me siento especial porque mi hija tenga Síndrome de Down. De hecho, me gustaría que no lo tuviera, porque esta condición le exige esforzarse mucho para lograr cosas aparentemente simples. Pero también sé que no la hace padecer, que no sufre, así que convivimos con ese polizonte en nuestras vidas”.
¿Cómo se percibe el Síndrome de Down desde la experiencia como madre?
“Alondra tiene un desarrollo físico y mental diferente a las personas regulares, pero no deja de ser persona, por lo cual su grandeza de ser humano siempre le permitirá lograr lo que desee.
Como su mamá, me toca apoyarla, mostrarle las necesidades propias de toda persona, enseñarle lo bueno y lo malo, hacerla entender que en esta vida hay reglas y ayudarle a cumplirlas, creer en ella en todo momento y nunca dudar en que puede hacerlo”.
“El Síndrome de Down no es una enfermedad, mucho menos un padecimiento, tampoco es una bendición, solo es una condición genética, es una característica más de las mil que una persona puede tener. No nos limitemos nosotros en los estereotipos: apoyemos y dejémonos sorprender”.
En pocas palabras, seamos más como nuestros hijos de dos años.
Puedes conocer más de Angie y Alondra en su página de Facebook: Nuevo estilo de vida.