Había una vez, en una pequeña ciudad, un niño muy tierno y bondadoso llamado Ruben, era el segundo de cuatro hermanos, el más observador, tenía una mente aguda e ingeniosa, poseedor de un gran corazón y de unos ojos enormes y expresivos y soñaba con un día ser un piloto aviador.
Por Elena Hernández
En una ocasión, ya iniciado el verano hacía bastante calor, su madre había llenado la alberca y para aprovechar las vacaciones, Ruben invitó a sus amiguitos a pasar el día en su casa. Tenía lista su pelota, sus googles amarillos, su traje de baño nuevo y tenía puesto ya su bloqueador. Uno a uno fueron llegando los niños y todos comenzaron a jugar, se lanzaban agua entre sí, chapoteaban, las risas no dejaban de escucharse, estaban divertidísimos. Los hermanos de Ruben; Rania, Romel y Renato se unieron a la fiesta. Pasaron algunas horas hasta que la mamá de Ruben los llamó a todos a comer, les pidió que salieran de la alberca y se sentaron todos alrededor de la mesa del jardín a degustar aquel coctel de frutas, el jugo de uva y los triangulitos de sándwich que les había preparado. Ruben estaba tan feliz que pensó en hacer un dibujo de todos sus amigos disfrutando ese momento. Coloreó la alberca con el crayón azul, luego el pasto con un verde brillante, la mesa del jardín también la pintó y plasmó en ella las frutas y los sándwiches. Cuando iba a dibujar a sus amigos sacó de su caja ese tono durazno que en la escuela le enseñaron era el “color carnita”, y se dio cuenta que la piel de algunos de sus amigos no era de tal color, de modo que los dejó sin pintar, luego quiso colorear a su hermanito, quien tiene un color de piel muy claro y tampoco lo pudo colorear, después quiso pintar a su hermana cuyo tono de piel es parecido a la avellana y tampoco la pudo colorear. Cuando quiso pintarse a sí mismo se dio cuenta que él tampoco era “color carnita”, y pensó en lo limitado que resultaba aquel crayón y que no podía llenar de vida ese hermoso dibujo de tan divertido día, su cara entonces se llenó de tristeza al ver que su retrato también se quedaba sin pintar.
Esa noche, al terminar aquel fantástico día, acostado en su cama, Ruben no podía dormir, no dejaba de sentir tristeza por no tener color y sospechó que nadie antes se había dado cuenta, ni siquiera sus amigos, ellos no sabían que no tenían color. Esto no lo dejó tranquilo, se dio vueltas y vueltas en su cama pensando cómo terminar su dibujo. De pronto una idea se le vino a la mente, dio un salto de la cama, tomó el dibujo y vació completa la caja de crayones sobre su pequeño escritorio, se armó de valor y sin importar lo que le había enseñado su Miss en la escuela, agarró el color “tan”, el “sepia”, el “brown”, el “raw sienna”, el “tumbleweed”, el “desert sand”, el “apricot”, el “almond”, el “shadow”, el “copper”, el “gold” y así toda la gama de crayones en su cajita que se asemejaban al color de la carne de cada uno de sus amiguitos. ¡Al fin su dibujo estaba terminado! Ruben entonces regresó a la cama con una sonrisa en su rostro porque nunca jamás, al menos en sus dibujos, habría algún niño que no tuviera color.