Por Elena Hernández
Me encuentro en la víspera del Año Nuevo, barriendo las hojas secas que el viento ha acumulado en mi cochera, después de un extraño calor veraniego de medio día. A medida que baja el sol comienza a sentirse el aire helado que acecha y anuncia el siguiente frente frío. Me detengo un momento, tomo un respiro, me apoyo en la escoba nueva de color verde que compré junto con mi renovado kit de limpieza para dar vuelo a mis ansias de ordenada compulsiva, y pienso en cómo todo tiene un ciclo en la vida: nuestros abuelos, nuestros padres, nosotros mismos, nuestros hijos, los animales, los árboles, el día, la noche, todo, y trato de imaginar la vida de aquellas hojas que hoy, por lo menos en mi casa, terminarán en la bolsa de la basura hacia un desolado destino en el basurero municipal. Pobres y desdichadas hojas que no conocerán un camino mejor dónde seguir evolucionando, por ejemplo, en una composta, en la que darían vida y nutrirían en conjunto con simpáticas lombrices otra tierra, otro árbol, otras hojas. En fin, aquí les tocó vivir, diría Cristina Pacheco. Y sólo me conforta saber que fueron amadas; yo las amé, desde que nacieron en aquella enredadera de la entrada, tan hermosas y verdes la primavera pasada. Algunas fueron hogar de arañas, de abejas, otras alimentaron una que otra hormiga u oruga o catarina hasta que comenzaron a secarse, luego vino la helada de tres días, la nieve tan blanca que cubrió divinamente todo el jardín de mi casa y en la que aquellas hojas sobrevivientes del otoño terminaron por sucumbir. Luego, con ayuda del viento se desprendieron, indefensas, ligeras, inertes y volaron un poco, solo un poco, y una tras otra se acumularon aquí bajo mis pies.
Es triste cuando solo miramos el final, cuando no tenemos la capacidad de ver hacia atrás y sentir alegría por el camino recorrido, por los esfuerzos, los logros acumulados, por las pequeñas o grandes hazañas, cuando no somos conscientes de todo lo que nos trajo hasta este instante en el que terminamos sostenidos de una escoba.
Me doy cuenta de que cuando apreciemos el presente sin llorar el pasado o anhelar el futuro, podemos simplemente seguir barriendo, seguir caminando, seguir escribiendo, seguir haciendo lo que hacemos cada día sin sentir que desperdiciamos una vida. Satisfechos y plenos con lo que somos y lo que hacemos, sin sentirnos mal porque no viajamos tanto o porque no leemos tanto o porque no amamos tanto o lo que cada uno sienta o crea que nos hace falta y nos gustaría hacer si supiéramos que mañana vendrá esa helada que congelará para siempre nuestros cuerpos. Yo, seguí barriendo.