Por Elena Hernández
¡Me gusta el agua que fluye, que hace ruido, que pule las piedras, que no se estanca porque apesta! Así las amistades, las que crecen, las que no se detienen, las que pasan los años y en el punto benevolente de la vida en que convergen parece que no hubiera pasado más que un instante.
Dos mesas cuadradas colocadas una junto a la otra, las sillas están puestas alrededor, es jueves por la noche y hace bastante calor, aunque el viento corre ligeramente fresco y para esta hora en esta hermosa ciudad uno debe llevar siempre la chamarra o el chal. Soy la última en llegar al esperado reencuentro. Al fondo está Teresa, su cabello largo recién pintado le luce muy bien, se pintó sus labios rojos, es hermosa, aunque su rostro refleja el cansancio del largo día ajetreado entre sus 3 hijos varones, un marido y 2 empleos, casada hace varios años, no sé cuántos, como 15. Junto a ella está Alejandra, tiene una mirada apacible, su cabello recogido como casi siempre, su ropa cómoda le permite distanciarse de su reciente salida del trabajo, tiene un turno de tarde, ella es mi comadre, casi una hermana, tiene un bebé hermoso que se parece a ella. Enseguida, en la cabecera, quien organizó esta cena, con su cabello perfecto, largo y recién planchado, impecable se ve Marina, parece que los años no pasan por ella, su vida está volcada entre un marido y un hijo adolescente y el ejercicio de alto impacto de casi 6 horas diarias. A mi derecha, se sienta Brenda, entaconada como siempre, luce radiante, sigue gozando sus años de soltería, envuelta en un trabajo de tiempo completo y pegada a su celular siempre, ahora mismo está enviando un informe entre el chisme y la limonada, sus dedos no paran. Y yo, sin pista de maquillaje, con mi cabello remojado, recogido no se nota lo enredado, en mis zapatos de piso para cargar porta bebé y carreola, dejé a los otros hijos ya cenados y encargados a mi niñero de cabecera (mi marido). Y ahí estamos, reconociendo nuestros rostros que no cambian con los años, o que cambian a la par que pretendemos no darnos cuenta y nos sentimos como si estuviéramos hace 30 años en una piñata en la escuela primaria con nuestras calcetas dobladas con encaje alrededor, los zapatos raspados porque, aunque andábamos en vestido de fiesta nos trepábamos a cualquier árbol o corríamos en la tierra o las piedras por igual. Cada una con una vida muy distinta, con roles tan opuestos que estoy segura que, si nos hubiésemos conocido ahora talvez ninguna estaría sentada junto a la otra. Sucede entonces la magia de la amistad, esas de verdad, las que se dicen las cosas a la cara, las que se perdonan todo, las que crecen, se apoyan, se saben también dar respiros, se respetan los espacios, maduran y siguen ahí, aunque el tiempo pase, la distancia nos separe, las ocupaciones cotidianas nos lleven por rumbos diferentes, seguimos ahí. Qué privilegio tenerlas. ¿Tienes amistades así? ¿Cómo las cuidas? ¿Cómo las fomentas? Es entonces donde me doy cuenta que las verdaderas amistades, como el amor, no necesitan mucho esfuerzo, cuando es mutuo y sincero crece como la hierba. Si una amiga, o un amor te cuestan mucho trabajo, entonces ni es tu amiga ni es tu verdadero amor. Sé consciente. Y sé feliz.