Por Dona Wiseman
Las amigas caminaban por la avenida. Eran las 5 de la tarde, buena hora para el café. Buscaban un lugar que tuviera mesas y sillas en la banqueta, a la orilla de la calle. Las tres tenían curiosidad de probar el café tan famoso en esta ciudad. Uno de sus grandes sueños desde niñas había sido visitar este sitio, juntas. Crecieron en un lugar que consideraban común y el deseo de conocer un lugar más cosmopolita, donde se respirara una suerte de libertad desconocida, las había acompañado durante muchos años.
Las tres habían tenido muchas victorias en la vida. Honores en preparatoria y en carrera. Se habían casado con hombres exitosos con mucho futuro. Tenía cada una dos hijos. Una tenía dos mujercitas, y las otras dos tenían hombre y mujer. Su vida se repartía entre sus carreras, el hogar, las actividades propias de los hijos (madres taxistas y porristas oficiales en eventos de baile, canto y futbol).
Se conocieron en la infancia, a los 6 años. Pasaron juntas la escuela primaria, secundaria y preparatoria. Estudiaron carrera en universidades distintas, pero antes de salir cada una a preparar su destino profesional, habían quedado de hacer este viaje. Paris. Durante los años de estudio habían mantenido vivo el anhelo de estar juntas de nuevo, de reanudar sus actividades en común y de hacer planes a futuro. Eran más que amigas en realidad, eran familia. Así que cuando terminaron sus carreras y volvieron a su ciudad, retomaron su amistad y se siguieron acompañando en todo.
Pasaron varios años, no muchos. Tal vez 12. La esperanza nunca había desvanecido. Y ahora estaban aquí. En Paris, en un café a la orilla de la avenida, en una mesa sobre la banqueta.
A pesar de todo, la verdad de la vida las había golpeado. Y, aun así, el amor entre las tres amigas jamás había menguado. Solo las otras personas que también se daban cita en el mismo café no comprendieron porque en una mesa para dos estaban tres cafés servidos.