Por Elena Hernández
A lo largo de mi juventud, igual que de la tuya que fuiste a la escuela, y según el grado académico que hayas alcanzado, lo más seguro es que acumulaste por lo menos uno o dos maestros que te dejaron huella. Sus palabras, su cariño, algún discurso, un regaño, un poco de inspiración, sus métodos, algo nos dejan siempre en la memoria y lo aplicamos o cuando menos, tratamos, en nuestra trayectoria personal o profesional.
Pero, ¿quién nos enseña sobre la vida, sobre el amor, la paciencia, la tolerancia, la entrega incondicional, el sacrificio, la voluntad, el temple, la confianza, la entereza, la esperanza? Son los hijos. Son ellos, para mí, los mejores maestros de mi vida. Son ellos los que me han enseñado a reinventarme, a reconstruirme cada día con cada reto, con cada incertidumbre, cada momento en que no me encuentro a mí misma, para aprender a reconocerme y concientizarme sobre mis defectos y lo mucho que tengo que mejorar como persona para ser la guía de estos pequeños que traigo a cuestas. Ellos son los que preguntan sin miramientos, me cuestionan, me juzgan, se atreven a poner en duda mis convicciones, y me sacuden una y otra vez en cada conflicto, logran que mis emociones fluctúen entre la alegría y el enfado con intervalos a veces tan cortos que de verdad pienso que estoy loca. Ellos han conseguido que yo mejore mis hábitos y suavice mis manías, han sido capaces de enseñarme que cada individuo es único y autónomo, que la vida está llena de matices entre lo dulce y lo amargo y que todo hay que disfrutarlo, y, sobre todo, me han mostrado mi miedo más grande… que no soy eterna. Que este instante es pasajero, que el tiempo no se detiene, porque hace años que miro al espejo y yo sigo viendo lo mismo, pero en contraste descubro, que cada mañana ellos se estiran un poquito, sus pequeños rostros cambian, ya su ropa les queda corta y no hay nada que valga más, no hay un viaje ni un proyecto, ni una fiesta ni en evento que yo desee más que exprimir este maravilloso momento. Eso es lo más valioso que me han enseñado mis hijos… que lo que no vuelve, es el tiempo.