Por Alex Campos
Hace unos días nos encontrábamos en el aeropuerto, luego de unas necesitadas y muy buscadas vacaciones. Estábamos en la sala de espera, mis niños grandes jugaban alrededor del más pequeño o bien debería decir jugaban encima de él intentado como siempre acaparar su atención, pobre pequeño de pronto si no estoy muy atenta se convierte en peluche, muñeco de cuerda y el más solicitado y popular de los hermanos.
Mientras los niños jugaban alrededor del bebé, Rafael gritaba y echaba carcajadas en su carriola, propina ideal de dos hermanos que buscan reconocimiento por un buen acto de entretenimiento.
Había una familia judía al frente, unas cuantas filas de asientos en esa sala de espera que se tornó de pronto en un lugar para meditar, aunque mis pequeños querubines no me dejaban de pronto escuchar mis ideas.
Era una familia de 5 hijos varones no mayores de 13 años, el menor tendría probablemente la edad de mi niña, la mayor. Todos con su Kipa, incluyendo al papá, la madre vestía de modo muy conservador. Todo esto no lo hubiera notado o más bien no me hubiera tomado el tiempo de detallar la presencia de cada uno si la madre no hubiera fijado su mirada en mi pequeñito, buscándolo entre los dos hermanos que jugaban literalmente encima de su carriola. Al principio, no le tomé importancia y seguí viendo mi celular, jugando con los niños, los llevé al baño, regresé, preparé una mamila, platiqué con mi esposo, regañé a los querubines, todo eso y tal vez unas cuantas actividades más y ella y ahora su hijo mayor seguían mirando a mi pequeño.
Rafael está por cumplir 2 años y sinceramente ya estoy muy habituada a recibir esa mirada a veces incómoda otras veces empática hacia sus rasgos típicos de un niño con Síndrome de Down.
A lo largo de sus casi dos años he aprendido a abrir esa oportunidad que se presenta como una ventana a la aceptación y el descubrimiento de personas que ven muy alejado el tema de personas con necesidades especiales, no tienen un familiar, un amigo o un conocido con condición especial.
Así que cuando voy al súper, a algún mandado o salimos a algún lugar abro “la ventana” para que puedan entrar la duda, a veces el morbo y la inquietud y cualquiera que sea de estas tres o alguna otra, se convierta en una sonrisa y una aceptación que derivan a la inclusión.
Los padres de niños con alguna condición especial no vamos caminando con un letrero en la frente que diga “mi hijo tiene una discapacidad”. No nos despertamos cada mañana lamentándonos porque “nos tocó el cachito de la lotería”. Tal vez el tiempo juega un papel muy importante en la actitud y la ideología de vida que formulamos luego de que nace nuestra pequeña sorpresa. Al paso del tiempo, lo vives así nada más, acoplas tu vida, tus planes, tu energía a lo que la vida te está sugiriendo.
¿Alguna vez te has puesto un letrero en la frente para definir tú condición de vida? “Soy enojona”, “Tengo problemas digestivos”, “Tengo piernas gruesas” ¡No!
Yo sólo sé que me levanto cada mañana y siento mi vida tan normal, tan disfuncional o funcional, tan tranquila y cotidiana, como cualquier ser del mundo que no es un súper héroe o un extraterrestre habitando un mundo que no es suyo.
Mi pequeño tan travieso, increíble, inquieto, enojón, como cualquier otro niño de 2 años a su ritmo, con sus típicas manitas regordetas con dedos cortos y ojos chinitos que lo hacen diferente, pero al final de cuentas igual que cualquier otro niño.
Y confieso que si tú pudieras besar esas manitas regordetas te perderías en un amor inmenso, me hacen amar cada rasgo diferente.
Para mi fortuna, al subir al avión, la familia judía que veía con una mirada que nunca supe cómo percibir, quedó lejos de nuestro ángulo. Rafael hizo de las suyas, como cualquier otro niño travieso, quería dar zapes al del asiento de enfrente, gatear por el pasillo, pararse, por suerte, era un vuelo corto y yo exhausta de intentar entretener, dormir y domar a mi pequeña fiera.
Al llegar a nuestro destino nos tocó ser los últimos en bajar del avión y para mi sorpresa sólo ellos y nosotros no cabíamos en el pequeño camioncito que nos llevaría a la terminal dónde recogeríamos nuestras maletas.
Y ahí estábamos, frente a frente y ella seguía viendo a mi pequeño que iba en su carriola, también su hijo mayor, después el papá, pero creo que a él no le inquietaron tanto los ojos rasgados de Rafael. La mirada en todo momento fue aún más inquietante para mi luego de un rato, no había expresión en su rostro, no sé por qué se tornó tan incómoda y me movió. Incluso, confieso que saqué a mi bebé de la carriola, lo llené de besos, lo abracé, lo hice reír, con dos misiones que sin darme cuenta me percaté en ese momento. Era como si quisiera decirle “ey, él está muy bien, es adorable, lo amamos, todo está muy bien, relájate”. Y también quería traspasar todo lo que él me despierta, todo ese positivismo y amor que me inyecta mi niño, como si eso pudiera protegerlo de las etiquetas que hay en el mundo.
Llegué a casa y busqué si en las tradiciones y creencias judías había alguna corriente específica en cuanto a personas, bebés con necesidades especiales, nada, al menos no encontré nada. Lo que me dejó ese momento es otro capítulo de aprendizaje con mi pequeño: no nos mandan a este mundo con letreros ni etiquetas. Ninguna condición de nuestros hijos o algún ser querido nos define cómo personas, ni a ellos, ni a nosotros. No hay ningún libro, instructivo que se haya otorgado a la humanidad especificando “cómo debe ser un humano”. La más grande etiqueta que un ser humano lleva, se la puso el sólo, llega con la ignorancia y tapa nuestros ojos, nos nubla la vista, logrando que perdamos la capacidad de ver la belleza en lo que no conocemos.
Engrandece complejos, provoca kilómetros de distancia entre seres humanos….
Lo único que puedo decirte es que cada día mis ojos ven más cosas de las que antes veían, me quiero más y acepto lo que me haga diferente, veo la vida de otro modo, disfruto el ritmo lento y pasivo del crecimiento de Rafael. Un niño con condición especial llega directo a quitarte las etiquetas que llevas puestas, rompe con miedos y te obliga a enfrentarlos con un amor inmenso, te alecciona sin pretender ser un maestro de vida, te mueve el piso una y otra vez hasta que logra hacerte hábil en mantener un equilibrio aun cuando el viento sople fuerte.
Te relaja, te estresa, te hace llorar y reír, te asusta, te calma, te ve con una mirada de inmenso amor y aceptación, te quita la coraza y te da una capa de súper héroe para cuando dejes de creer que confía siempre en ti y sabrás tomar las mejores decisiones.
“Mientras algunos miran lamentándose por tu “discapacidad” yo disfruto y me alegro de tu CAPACIDAD de hacer este mundo tuyo a tu paso, a tu ritmo y con un inmenso amor por los tuyos”.