Por Clara Zapata / La Liga de la Leche A.C.
El tiempo es otro, la muerte está tan cerca que no notamos ni su sombra.
Hace una semana, murió José Luis, de 26 años. Es mi sobrino regio adoptado, hijo de mi querida cuñada Tere. Hace unos 10 años, él vivió un año entero en nuestra casa porque decidió trabajar con ayuda de una beca, en un rancho de Coahuila, Narigua. Iba cada semana a dar clases de preescolar a unos cuantos niños que no tenían un maestro formal. Regresaba cada viernes por la noche, después de caminar largos kilómetros con un compañero o en la soledad del viento del desierto y si bien le iba, se subía a un tráiler o al camión que repartía refrescos. El fin de semana estudiaba sus lecciones, preparaba sus clases y hablaba mucho por teléfono. El domingo, volvía al pueblo histórico. Se abrió los horizontes.
Desde ese año, su vida cambió de manera radical para transformarlo cada día en una persona más humilde, más trabajadora… Se hizo de compadres y al terminar su beca, regresaba cada año a la casa de la señora del pueblo que le ofreció su casa para vivir. Hacían una fiesta. Creo que lo que más aprendió, fue a decidir de manera autónoma todos sus planes y deseos con mucha libertad.
Después estudió para ser abogado. Logró lo que nadie en su familia nuclear. Era un joven entregado a su trabajo, defensor de los derechos, comprometido con los más vulnerables y con una risa entrañable. Discreto, era el más joven de su casa. Decidió apoyar a su madre, Tere, convirtiéndose en su cómplice. Ella, lo ama con todo su corazón. Conocía sus silencios, valoraba su reserva y audacia, disfrutaba enormemente de su compañía y lo admiraba por su tenacidad para conseguir lo que quería. José Luis, murió repentinamente, una madrugada de octubre.
En una incredulidad infinita, lo primero que me vino a la mente después de pensar en la desolación de Tere, fue que yo, mi amor de mis amores, Rebeca o María José, mis hijas, podríamos morir mañana. No he dejado de reflexionar sobre esto que permanece constantemente en mí, porque muchas veces he leído o escuchado que tenemos que vivir como si fuera el último día de nuestras vidas, que los hijos son prestados, que tenemos que aprovechar cada momento junto a nuestros seres amados, con la consigna de Carpe Diem. Nunca había sido tan claro como hoy.
Toda mi vida he caminado con una intensidad que hace de mis sentimientos algo más transparente, claro y cercano a emociones drásticas, opuestas, potentes y apasionadas. Hoy recuerdo que cada paso cuenta. Que regalando mis pechos llenos de leche a mis hijas, abrazo cada momento; que en cada juego consigo una sonrisa amorosa, que en cada baile o cada historia nos envolvemos en un cariño más completo. Que en cada mirada, en cada beso, en cada caricia, resurjo de alguna tiniebla que me nubla el paisaje y que en cada lágrima, renace mi corazón.
Nunca antes, soy tan consciente como hoy. Cada momento es entrañable y cada intento por vivir entusiasmada, me recuerda que no soy eterna. La muerte, sí, puede sorprendernos. Pero la vida, aún más. Yo, decido estrecharla y acariciarla con suavidad para recordarme que hoy, puede ser mi último día.
Gracias José Luis…
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Gracias Clara, por la historia que nos invita a reflexionar sobre lo que damos por hecho, la vida, y la muerte, y a veces vivimos como si nunca fuera a suceder la transición. Gracias
Gracias por leer Arminda... Cada una de mis palabras sale del corazón y me da gusto que hagan reflexionar.... Un abrazo!