Por Liliana Contreras
Cuando estaba en preescolar, tenía muchos amigos. Todos los niños del grupo corríamos en la misma dirección alrededor de los tres salones, perseguíamos animales, espiábamos a los bebés de la estancia que estaba al lado o nos metíamos en un tambo metálico bajo el pasamanos para que nos rodaran. Tal vez no sabíamos nuestros nombres completos ni habíamos preguntado cuáles eran nuestros intereses o dónde vivíamos, pero correr despavoridos hacia un lado o hacia el otro, era signo de nuestra amistad.
Ricky, Marco Polo, Julia, son algunos de los nombres de quienes pasaron junto conmigo a la primaria. Aunque algunos estaban en la otra sección, nos reconocíamos, nuestras mamás se frecuentaban y, para tercero de primaria, habíamos formado “El club del moco verde” (que en aquél entonces no sonaba tan mal). Juntos íbamos al “futbeis” por las tardes, traveseábamos en la escuela vacía, corríamos de la casa de Ricky a la de Celina (que se había unido) o nos juntábamos a estudiar con la maestra Elvia. Nos unía, entonces, el vivir cerca, estar en la misma escuela y, sobre todo, el poder vernos a ratos, fuera de ella.
La secundaria y la prepa, a veces, quisiera borrarlas. Pero fueron también una experiencia interesante para ser quien soy. Mis amigos de la primaria se dispersaron en varias escuelas y secciones y, mis amigas, ahora casi todas mujeres, eran mis compañeras del equipo de básquetbol. Tuve varios grupos sociales, que coinciden con los cambios tardíos de mi cuerpo. Iba en la fila Florecita, Martita y luego yo, así que ya imaginarán las dimensiones de mi cuerpo. Para entonces, ya tenía un pequeño grupo de mejores amigas, que se quedaban a dormir en mi casa, que nos compartíamos nuestros secretos y que conocían gran parte de nuestra forma de vida. Lo demás, lo superficial, lo poníamos en el chismógrafo. Mis amigas, que ya eran pocas, sabían que mis papás estaban separados y me acompañaron alguna vez a llevarle serenata a mi mamá un diez de mayo. Conocían la rutina de trabajo tan intensa que había en casa y, a veces, nos ayudaban a terminar a tiempo. Íbamos juntas a todas partes. Pasaban por mí para ir a la prepa, nos “la corríamos” para ir a comer gorditas de Doña Tota (una novedad en Acuña, en aquel tiempo) y fueron mis celestinas cuando tuve mi primer novio formal.
Hoy, puedo decir que, con el tiempo, hemos cambiado sobremanera. Mis mejores amigas, a quienes tuve que contar los primeros 18 años de mi vida, pero que me han acompañado, directa o indirectamente, durante los segundos 18 años, son solamente dos. No vivimos cerca, de hecho, una de ellas vive en otra ciudad. No coincidimos en nuestra forma de ser: una muy romántica, otra muy seca; muy ordenada y, otra, que nunca limpia la casa; muy sentimental, menos sentimental; las que trabajan, por gusto o por necesidad, y la que es ama de casa. Tampoco en nuestras ideologías religiosas o religiosidad: muy católica, apenas católica e hija de papá agnóstico. Ni siquiera en convicciones políticas: una votó por el PAN, otra por MORENA y también tenemos a la que no votó.
La amistad es más que un número de personas. Es la forma en que esas personas se relacionan y se esfuerzan porque la relación prospere.
Como la amistad en el kínder, ahora somos tres las que corremos en la misma dirección, pero, una dirección menos evidente. Ya no vamos dando vuelta a los tres salones de un patio pequeño. Vamos corriendo, caminando, en una dirección que nosotras mismas nos planteamos. Nos acompañamos, nos corregimos, nos abrazamos, nos forzamos. Pero, lo que es más importante, sabiendo que no se necesitan cientos o miles de amigos. A veces solo uno. Para que camine sobre el tambo del pasamanos, mientras el otro se ríe a carcajadas.