Por Elena Hernández
Siempre vamos por la vida de adultos creyéndonos los muy sabios, los maduros, los evolucionados, los que todo conocemos y sabemos. Ya fuimos y venimos, tenemos todas nuestras capacidades perfectamente desarrolladas, estamos llenos de experiencia y conocemos todas las respuestas. Nos jactamos de gozar de valores firmes y creencias sólidamente arraigadas, estamos convencidos de que somos como debemos ser, y tenemos todo lo que necesitamos para ser personas estables, exitosas y felices.
De pronto, nos convertimos en padres, y aquella montaña de soberbia se derrumba, esa seguridad con la que siempre actuamos, se evapora como gota de agua en un inmenso desierto, nos encontramos llenos de dudas, de desconcierto, de incertidumbre, nos sentimos caminando con los ojos vendados y somos como un manojo de nervios cada vez que alguna nueva etapa se nos presenta. Actuamos como unos completos idiotas y nos equivocamos cien veces, cien veces y una más y nos cuesta reconocer el error, nos enojamos, enfurecemos con el mundo, con la situación, con el día complicado, con el niño de 6 y de 3 años.
Y ahí estamos retomando el día, una y otra vez, hablando con ese hijo una y otra vez, buscando un modo y otro, una variante y otra para ver si resulta y al final no logramos nada, volvemos al lugar donde iniciamos, como un círculo vicioso del que no podemos salir. Y es que no es tan simple como se ve. Hay que replantearnos todo aquello que dábamos por sentado, esos ideales, esas creencias de las que nos sentíamos orgullosos y de pronto no valen nada o poco menos que nada, porque descubrimos que eso que aprendimos antes ahora no nos es de utilidad, que los métodos, las formas, las palabras, todo, todo cambia y no podemos escaparnos, no podemos contenerlo. Tampoco digo que rememos a favor de la corriente para evitar los conflictos, lo que digo es que de verdad tenemos que evolucionar como personas, reconocer que no sabemos nada, bajar la guardia y dejar que la magia suceda en nuestro interior, doblegarnos un poco de nuestro yo absoluto y perfecto para ver lo que claramente está sucediendo y es que no tenemos nada en nuestras manos, que todo el universo conocido es hoy un lienzo en blanco para reescribirlo, para colorearlo de nuevo. Debemos sucumbir a nuestra resistencia de escuchar y aprender, y permitir que una frase, una palabra, una mirada, una actitud, un berrinche, un gesto majadero, se transformen en la enseñanza para nosotros, porque somos nosotros los que estamos aprendiendo de ellos, los hijos, ellos son nuestros verdaderos maestros.