Por Ana Celia Aguirre
Desde niña recuerdo la emoción que me daba, al llegar a una celebración religiosa, el escuchar el sonido del tambor que anunciaba la danza de los Matachines. Poco sabía en ese entonces de los orígenes de esta tradición, introducida por los colonizadores españoles al Nuevo Mundo como una manera de representar el triunfo del cristianismo sobre las prácticas paganas.
A través de los años, esta tradición se ha seguido practicando como una manera de mostrar veneración durante diversas celebraciones religiosas. Muchas veces había observado a los matlachines con sus coloridos penachos y rítmicos movimientos. Hace poco me tocó observar a un grupo de matlachines integrado por hombres y mujeres de todas las edades, unidos en su danza, entre los cuales participaba con profunda veneración un hombre de avanzada edad que, al parecer, sufría cierto grado de parálisis en buena parte de su cuerpo. Con mucha admiración pude apreciar cómo su condición no le fue impedimento para llevar, en la medida que su cuerpo lo permitía, el ritmo del tambor y la bien cuidada formación y coreografía de su danza, siempre apoyado en sus compañeros que cuidadosamente lo acompañaban. Él danzaba con una devoción que nos dejó a los que estábamos observando en un profundo silencio. Su danza era una alabanza y una muestra del gran fervor que lo motivaba a estar bajo al sol danzando con toda la entrega que su cuerpo le permitía. Sin duda alguna, el testimonio de vida que pude apreciar con la entrega del danzante me llevó a concluir que cada uno de nosotros tiene la misma fuerza intrínseca que, si la aprovechamos, podemos vencer nuestras propias limitaciones y adversidades y avanzar, con toda nuestra energía, con toda la fe, con toda la confianza, al ritmo del tambor de la vida.