Por Mayte Cepeda
Somos humanos. Nuestra condición humana implica reír, llorar, aprender, enojarnos, sufrir, extasiarnos, apachurrarnos y una serie de mil emociones y acciones más.
Quiero aclarar que no soy psicóloga, así que lo que aquí escriba es mi percepción únicamente.
Como humanos, nuestro desarrollo y crecimiento va encaminado del aprendizaje de lo que vemos fuera de nosotros, de los estímulos de quienes nos rodean, del cariño o de la falta de este, y se van definiendo poco a poco, los comportamientos que nos acompañarán en nuestro paso terrenal.
Pero también está la parte interior, la carga genética y energética con la que llegaste a este mundo. Los pequeños datos intangibles que definen tu personalidad, que van marcando tus inclinaciones, desarrollando virtudes y defectos y te van convirtiendo en lo que eres hoy en día.
Todo ese camino y proceso gradual pasa por distintas etapas. Entonces, de repente estamos en los tan famosos y temidos terribles dos añitos, y ¿qué pasa? Pues simple, entramos en una edad y etapa en la que nos frustra que nos quieran vestir, pues según nosotros ya lo hacemos bien (ja ja ja), entramos en esa necesidad de sentirnos capaces de hacer todo por nosotros mismos, aunque lo único que conseguimos es tirar la comida, romper el juguete y vaciar todo el shampoo en la bañera.
Entonces, nos enojamos y hacemos rabietas. Papá y mamá nos “comprenden y toleran” hasta cierto punto, pues somos sus pequeños retoños y además el pedido que hicieron a la cigüeña no se devuelve. Y en un abrir y cerrar de ojos, pasa esa etapa y de pronto nos damos cuenta que no es tan necesario el berrinche para conseguir algo, basta con unos ojitos y una carita tierna para pedir y conseguir lo que deseamos y, así, todo va fluyendo mientras el tiempo pasa y nosotros vamos creciendo.
Y de aquí me voy a brincar más de treinta y cinco años para llegar a otra etapa temerosa: los temibles cuarentas, las cuatro décadas, la edad madura, y el comienzo del declive biológico del ser humano.
Quise enfocarme en estas dos etapas porque creo que se parecen un poquito. Cuando tienes cuarenta o estás por llegar a ellos, en ocasiones te cuestionas el por qué de mil cosas que te pasan o bien, el porqué no te han pasado si tanto anhelas que sucedan. Repelas pero tal vez ahora lo haces en silencio, lloras y te ríes por haber llorado. Te asombras de tus reacciones, una vez que tienes la cabeza fría y piensas serenamente. Sientes que no te entienden ni te comprenden. Y ahora la berrinchuda eres tú.
Te cambia el cuerpo y cada cambio te va traumando; ahora prefieres más horas de sueño y menos horas fiesta; planeas tus actividades, alimentos, responsabilidades, y demás, cuando antes solo te dejabas atender y que decidieran por ti. Y todo eso te puede agobiar y enojar, y entonces vuelve la rabieta y el llorar aparentemente sin motivo.
Y, ¿sabes qué? esa etapa yo creo que también pasa. Como todo lo mano y también lo bueno, nada es permanente y de todo es importante aprender.
Si tu eres de esas personas que independientemente de tu edad, están atravesando por un momento berrinchudo, pues hay buenas noticias: todo se supera. Esa máquina humana maravillosa que somos, por dentro y por fuera, tiene la fabulosa capacidad de resistir y de liberarse. De ser resiliente, de aprender, de soltar y de valorar las experiencias vividas.
Así que, si andas por los cuarentas o ya los pasaste, no te apures, estás como un pequeño de dos años, comenzando a vivir y a seguir aprendiendo. ¡Namasté!