Por Susana López Siller
Hace mucho escuché decir a una mujer, de quien no recuerdo el nombre, que la maternidad esclaviza. Y durante algún tiempo, antes de ser madre, pensaba que su afirmación estaba lejos de la realidad. Una madre es amor infinito, besos, algo de sacrificio y cariño ¿Quién querría ser madre si el trabajo fuera tan pesado entonces?
A los 25 años me convertí en mamá de mi primer hijo, Mateo. Y a partir de ahí, mi mundo se ha volteado de cabeza. La maternidad ha representado un gran reto para mí. Y no hablo sólo del reto que supone levantarse todos los días con una o varias noches sin dormir; o de mantener la paciencia en situaciones en las que ya no puedes más y tienes un pequeñito de dos años tirado en el piso gritando a todo pulmón; o de tener que cancelar la mayoría de los planes con mis amigas porque ellas aún no tienen hijos y se pueden dar el lujo de salir 2 veces por semana. Estos para mí son sacrificios pequeños que he sabido afrontar, sabiendo que el bienestar y felicidad de mi familia son lo primero en mi lista de prioridades.
Quiero hablar más bien del reto más difícil que me ha dado la maternidad: el de desafiar todo un sistema de creencias que cargaba como ciertas antes de llegar mis hijos. La maternidad me ha hecho cuestionar mi propia identidad, mi lugar en el mundo y el potencial que tengo, aun siendo mamá, de alcanzar mis sueños. En los últimos dos años me he tenido que afrontar a mí misma y a todos aquellos juicios que tenía sobre lo bueno y lo malo, lo negro y lo blanco, y cómo solía ver todo como un contraste y no como una escala interminable de posibilidades. Y al reflexionar sobre ello, me viene a la mente aquella frase “la maternidad esclaviza”, y pienso que tal vez tenía razón aquella mujer. Y no es que el trabajo de ser madre a mí me haga sentir esclava, sino que el imaginario de una maternidad IDEAL y de todas aquellas ideas inalcanzables de éxito, felicidad y de lo que una “buena madre” debe ser si pueden llegar a aplastarme. Es fácil suponer que aquello que se lee sobre crianza es exclusivamente lo aceptable: que los niños aprendan a ser independientes, seguros, obedientes, disciplinados, estimulados, felices, nutridos, apegados y un sinfín de características que queremos lograr para cuando nuestro niño cumpla dos. Pero esto me ha hecho perder mucho tiempo juzgándome a mí misma y mi labor como mamá. Creo que nunca me sentí tan miserable y fracasada, como cuando puse tanto empeño en ser perfecta.
Creo que esto comenzó a cambiar cuando nació mi segundo bebé, Marcelo. Y con toda la locura que llegó con él, entendí que el caos es, a veces, perfecto. Mi segundo hijo me hizo soltar todas aquellas cuerdas que sujetaba con fuerza tratando de que todo estuviera perfectamente en su lugar. Poco a poco, al ir soltando, comencé a sentirme libre. Y creo que es a partir de que te sientes realmente libre y responsable de tu vida, que puedes amar y cuidar de quienes más quieres sin descuidar de ti misma. Comencé por librarme de los juicios. La verdad es que no pasa nada si mis hijos duermen aún en mi cama, o si sus berrinches duran más de 5 minutos. Tampoco se va a acabar el mundo si decidí darle biberón a mi bebé porque quería volver a la oficina y la lactancia no me lo había permitido. Tal vez, no seré la mejor mamá del mundo, tal vez soy un poco permisiva y en ocasiones, exageradamente estricta. Me es difícil encontrar el balance perfecto, pero lo que sí he encontrado es un nuevo reto, uno que no me quita el sueño: el reto de ser la mamá más feliz del mundo. Porque estoy segura que una mamá feliz, segura y que se ama a sí misma, educa niños felices, seguros y con mucho amor para ellos mismos.
Fallaré una y mil veces. Y espero que cada vez que me sienta culpable y como la peor basura que vive, pueda voltear a este texto y saber que, a pesar de todos mis juicios y la culpa que a veces me persigue, para mis bebés la mamá perfecta si existe y esa, soy yo.
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Extraordinario artículo