Por Elena Hernández
Hoy me la he pasado en vela, mi segundo hijo se quejó de dolor de panza por la tarde y para antes de media noche había vomitado 3 veces sobre su cama, el piso de su recámara y en el baño, pero no tenía fiebre, ni escalofríos, incluso me dijo que tenía un poco de hambre, así que no me preocupé mucho, aunque él se veía muy asustado. Le preparé un té de manzanilla y lo metí a bañar porque estaba todo embarrado, le sirvió también como relajante y el agua le ayudó a calmar la angustia y le mejoró un poco el ánimo. Por fin se quedó dormido, tal parece que su estómago ya vacío se quedó satisfecho y lo dejo descansar.
Yo sigo esperando la carga de sábanas y edredón que puse en la lavadora, voy a continuar con el tapete del baño y luego su ropa salpicada. El baño ya lo dejé otra vez limpio y preparado para cualquier episodio que pudiera presentarse durante la madrugada. ¡Ojalá que no pase nada! Me tomé un refresco bien frío y se me ha espantado el sueño. Mi niño no irá a la escuela, lo dejaré reposar y ya he sacado del congelador las pechugas de pollo para hacerle mañana su caldito vigorizante. Y reina el silencio y me pongo a pensar y reflexiono, ¿por qué he de esperar a que se sientan mal, estén enfermos o achicopalados para consentirlos, mimarlos y hacerles su comida favorita? ¿Por qué? Qué costumbre tan rara, sabemos que es para animarlos, pero es que acaso, ¿no deberíamos animarlos siempre? Cada mañana, cada lunes, cada martes, cada día de la semana. Nos envolvemos en la rutina sin darnos cuenta que la vida se pasa. ¡Qué grande esta mi niño! ¡Qué largas son sus piernas ya! Antier, después de su baño, me pidió que le pusiera la crema y entre las cien ocupaciones que yo tenía, ni siquiera me di vuelta para mirarlo y simplemente le respondí – ¿A caso eres un bebé?, póntela tú solito- Y ahora me arrepiento, ¿en qué estaba pensando? Cómo no me di cuenta que lo que me estaba pidiendo era una caricia, mi cercanía, mis manos desvaneciendo suavemente la crema sobre sus bracitos de 6 años, sobre su espalda y su carita. Qué tonta he sido. ¿Por qué me lo estoy perdiendo? Culpo al cansancio, al agotamiento diario, a la rutina, a la casa, a las actividades y ocupaciones con los otros hijos, a mis desvelos, tengo una gran lista tras la cual escudarme y sobre la cual defender mi mal humor. Pero mientras me quede en esta burbuja malhumorada, ciclada como máquina que no se detiene a contemplar las mejillas, las rodillas o los deditos de aquel niño que aún se acerca a mí y me abraza, que me pide que le lea un cuento o le corte una rebanada de papaya justo a la mitad del momento en que me concentro para lavar el cerro de trastes, no tendré la verdadera fortuna de disfrutarlos. Y cada día voy a levantarme con este propósito, lo cumpla o no, cada vez volveré a intentarlo, antes que sean lo bastante grandes para que me cierren la puerta de su cuarto en la cara, me pidan privacidad o hagan sus maletas para irse a estudiar fuera. Antes de que para mí sea demasiado tarde.