Por Alejandra Peart
Estamos seguras que la literatura mexicana no sería la misma ni tendría la misma importancia a nivel mundial sin algunas de sus escritoras. La lista es enorme, desde periodistas galardonadas hasta novelistas con muchísimo futuro y grandes poetas, sería imposible hacer una selección definitiva de nuestras escritoras favoritas porque son muchísimas muy buenas. Así que hoy queremos recomendarte sólo a 5 autoras que nos encantan, que se encuentran produciendo actualmente y algún fragmento de nuestro libro favorito de cada una de ellas
Esta guía es ideal si estás buscando alguna novedad, en ella dejamos que la obra hable por si sola. A disfrutar!
ORFA ALARCÓN. Nuevo León, 1979.
De Loba /
“El amor ha de ser de desierto, o no será, porque amor que no es de frío y de calor no es amor.
Yo sólo era una chica, sin más. Era una chica en medio de la nada, de la arena. Veía caer el sol y sentía pasar el frío junto a mí. Era una chica solamente. Sin historia. Era una chica delgada, con un short y un suéter, maquillada, sentada sola en ese columpio en medio del desierto. Una chica con botas que reía y estiraba las piernas para balancearse más alto y más lejos cada vez. Yo era una chica como cualquiera. Sin deudas ni efectivo, sin citas en ninguna agenda ni motivos para vivir o morir. Sin necesidad de ser, pero era. Sin necesidad de personificar a nadie.
Ah, chingá, si a ti nunca te han impuesto un modelo de conducta, dijo Rosso cuando traté de explicarle por qué me sentía tan feliz.
Rosso estaba parado a pocos pasos de mí. Fumaba. A lo lejos se oía a Bob Marley. Yo no podía más que reír. Reír y sentir el corazón estrujado porque sabía que no había manera de que ese momento fuera eterno. Había pasado siete horas en un autobús sólo para estar ahí con él, en un columpio, solos. Y fue tanta mi dicha que quise llorar y que nos muriéramos ahí mismo para no tener que regresar a casa.”
CLAUDIA BERRUETO. Coahuila, 1978.
De Sesgo /
frente a excavadoras
hablamos del amor que nos deshabita
palacios vueltos escombro
se despeñan por nuestras bocas
yo quiero ser un brazo amarillo de metal
que hunda su cuchara en tu ruina fresca
la gravedad que ahora sí
te deje baldío
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los tallos de la noche se internaron en nosotros
y permanecieron en su romance de arbustos
hasta dislocarse en árboles demasiado conscientes
[de su ingeniería
atenazados por el silencio
dueños de una memoria seca que les creció
[en el aire
árboles enfermos que desacomodaron el dibujo
[de las horas
árboles enfermos amputándose de nuestro
[organismo
árboles que no acaban de morir
suspendidos en el cielo
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la niebla matinal se parece a mi padre
en esta camilla
despertando de la anestesia
mi padre es una nube con aguja en el antebrazo
GUADALUPE NETTEL. Ciudad de México, 1973.
De El huésped /
“¿Será mejor asumir la naturaleza pasajera de las cosas, aprovechar cada segundo la compañía de un amigo como si fuera el último y tener siempre en cuenta que puede morir atropellado ahí mismo, frente al café que nos hizo descubrir? Habría entonces que tomar ejemplo de los niños que viven los días como momentos excepcionales y conocen el verdadero sentido del fin de semana. O quizás convenga más pensar que nada nos pertenece, que cada objeto, cada espejismo de comprensión es el don de un personaje divino cuyo pasatiempo es hacernos perder todo, y no asumir posesiones sería la única manera de burlarlo. Tomemos la postura que tomemos, algo es seguro: existir es desmoronarse. Me rasco y pierdo un puñado de células, tomo un poco de alcohol y me desprendo de algún porcentaje de hígado. Me quedo dormida junto a la ventana y me pierdo la escena de celos que está haciendo la vecina en el edificio de enfrente, despierto y, de inmediato, olvido el sueño del que sí conservo sensación. Perderse a sí mismo es algo para lo que estamos de alguna u otra manera preparados, pero que no nos abandonen; que las personas que consideramos nuestras no desaparezcan, porque entonces el procesos de pudrición se vuelve intolerable. “
SARA URIBE. Querétaro, 1978.
De Antígona González /
Instrucciones para contar muertos
Uno, las fechas, como los nombres, son lo más
importante. El nombre por encima del calibre de
las balas.
Dos, sentarse frente a un monitor. Buscar la nota
roja de todos los periódicos en línea. Mantener la
memoria de quienes han muerto.
Tres, contar inocentes y culpables, sicarios, niños,
militares, civiles, presidentes municipales, migrantes,
vendedores, secuestradores, policías.
Contarlos a todos.
Nombrarlos a todos para decir: este cuerpo podría
ser el mío.
El cuerpo de uno de los míos.
Para no olvidar que todos los cuerpos sin nombre
son nuestros cuerpos perdidos.
Me llamo Antígona González y busco entre los
muertos el cadáver de mi hermano.
: ¿Quién es Antígona dentro de esta escena y qué
vamos a hacer con sus palabras?
: ¿Quién es Antígona González y qué vamos a hacer
con todas las demás Antígonas?
: No quería ser una Antígona
pero me tocó.
LILIANA BLUM. Durango, 1974.
De El monstruo pentápodo /
“Capricho Durango se convirtió en otra ciudad desde que Raymundo vio a la niña por primera vez. Un hombre diferente caminaba ahora por sus calles. Así es la vida: nunca se sabe cuándo será el día. Iba de la construcción en la que trabajaba a encontrarse para comer en el centro con un arquitecto que buscaba empleo. En cierto momento, sin saber por qué, decidió desviarse y pasar cerca de un colegio: el Teresa de Ávila, de monjas, sólo para señoritas. ¿Fue la intuición o un regalo del destino? Él conocía todas las escuelas públicas y privadas de la ciudad, con sus diferentes horarios de salida. A veces elegía una al azar y se estacionaba cerca de los patios donde los alumnos salían a recreo. Se bajaba de la camioneta, abría el cofre, hacía como que revisaba el motor y se rascaba la cabeza. Luego caminaba con preocupación sobre la banqueta unos metros hacia un lado y desandaba el camino mientras fingía hacer una llamada. Así podía ver a los niños sin peligro. Decir niños sería generalizar, porque sólo se fijaba en las niñas. Le gustaba ver cómo corrían persiguiéndose unas a otras, con las piernitas delgadas al aire, las faldas levantándose con la velocidad. Las más de las veces estaban sentadas en grupos pequeños, conspirando seguramente contra sus compañeras, con sus hermosas caritas malignas y sus risas crueles. Porque las niñas son crueles: te enamoran, saben lo que sientes, pero no les importa y se van. Después de un rato prudente, lo que seguía era subirse de nuevo a la camioneta e intentar encender el motor que, por supuesto, funcionaría a la perfección. El momento de irse. No estaba de más ser cuidadoso con estas cosas, como cambiar de escuela para no volverse una figura recurrente y llamar la atención de algún guardián de la moral, casi siempre alguna abuela malpensada o una señora entrometida. En otras ocasiones, en lugar de estacionarse a la hora del recreo, pasaba a la hora de la salida, manejando muy despacio, lo preciso para mirar como si buscara a su propio hijo en la escuela. El tráfico que enloquece a todos los padres que quieren salir pronto de allí, los claxonazos, el caos, eran sus aliados. Satisfecho, volvía al trabajo con suficientes imágenes de niñas que usaría en cuanto tuviera un momento de calma y soledad.
Pero ese día, Raymundo varió su método por primera vez en años. Se estacionó a unas cuatro cuadras del colegio y caminó hasta allá como si nada. Ya muchas madres bloqueaban la calle estacionadas en doble fila, y una cantidad considerable de tutores autorizados para recoger a los niños (abuelos y choferes de transporte escolar compartido) se apiñaban contra la reja principal. La campana de la salida sonó al fin. Un minuto más tarde, las niñas comenzaron a brotar por las puertas de los salones, inundando los pasillos. Pensó en un programa de televisión en el que las termitas fluían iracundas al ver derribados sus termiteros. Las más pequeñas fueron las primeras en llegar hasta los barrotes para formarse en grupos amorfos, buscando con la vista a quien venía por ellas. Raymundo esperó. No le gustaban demasiado jóvenes: aún eran cabezonas y de extremidades gruesas y suaves, como si no terminaran de superar la etapa de bebés. Larvas. No estaban listas todavía. Tampoco le apetecían las entradas en la pubertad. Les empezaba a cambiar el contorno del cuerpo y no existía nada más repugnante que esos pezones con forma de cono que se levantaban debajo de sus blusas. Su tipo eran las niñas delgadas, atléticas, de facciones finas, ni muy blancas ni muy morenas. Las prefería en el rango de los cinco a los nueve años: niñas auténticas, no bebés grandes ni mujercitas en proceso. “