Por Elena Hernández
Amiga mía, compañera de vida, de lugar, de espacio y tiempo en que somos miembros de una misma manada llamada maternidad. Pobre mujer que te has quedado incompleta y destrozada. Me dueles. Se que no puedo consolarte, si en mis manos estuviera hacerte sonreír, darte el aliento, darte la fuerza, sabes que, de corazón lo haría. Te ofrezco un abrazo y sé que eso tal vez no es suficiente, no hay palabras ni poemas, no hay tequila ni mezcal, no hay consuelo para alguien que ha perdido toda su esperanza, su pedazo de vida, su ilusión de madre que estaba convertida en tiernos bracitos que ya no abrazarás, en pequeñas manitas que ya no te tocarán, en ojitos pispiretos y redondos que ya no te mirarán, en dulce risa angelical que sólo en un sueño lejano escucharás, en divertidas y ocurrentes pláticas que ya nunca tendrás. Escribo a través de tu dolor, para decir lo que no puedes decir, para acompañarte a llorar lo que no puedes dejar llorar. Ese silencio abrumador que reina ahora tu hogar, no lo puedo imaginar. Nada va a devolverte a tu pequeño, no hay regreso, no hay vuelta atrás, no es un mal sueño, no es una pesadilla y no despertarás. Me consumo en tu angustia, en tu agonía, en tu pena tan terrible, y no se cómo se pueda superar, no hay forma de olvidar, hay tan solo un camino de día tras día, amanecer y anochecer repitiéndose sin sentido una y otra vez. Espero de todo corazón que algún día ese amanecer y ese anochecer cobren vida nuevamente y tengan sentido para ti, que el silencio se vuelva paz y el dolor se apague como la vela que inevitablemente llega a su fin. Algún día amiga mía volverás a sonreír. Mientras tanto te tomo fuerte de la mano, y te abrazo, nuevamente te abrazo.