Por Miriam Valdez
Constantemente me detengo a observar a mis hijos y la magia que viven siendo niños. No puedo evitar pensar en la etapa tan maravillosa que están viviendo, en lo rápido que está sucediendo y que seguramente pasará en un abrir y cerrar de ojos (aunque a veces me parezca eterno). Me siento afortunada y grandemente agradecida porque mis hijos pueden vivir una infancia tranquila, feliz, en libertad, rodeada de tanto. Y así, sin grandes pretensiones literarias, les dedico unas líneas mientras los veo jugar, mientras los percibo inquietos, eufóricos, mientras los veo forjar su ser. A mis hijos: con todo el amor que aún me queda y me sobra, a ellos, que han sido mi motor desde hace diez años y muy probablemente, por lo que me reste de vida:
QUISIERA
Quisiera sostenerte
en mis brazos siempre,
para siempre.
Atrapar esa risa,
dejarla en una caja,
junto a tus ojitos
de estrellita, de capulín;
con ese olor a niño,
y el aroma a diversión,
junto a todita tu ilusión.
Quisiera curarte las heridas,
las de tus rodillas,
las de tu corazón.
Tomarme tus lágrimas,
tus anhelos, tus fantasías,
tu dolor y tu imaginación.
Comerme todo y a todos
lo que te hagan daño,
a cuánta cosa te produzca dolor.
Quisiera guardar tu manita,
aquí, juntito a la mía,
tu cabello de sol y de lodo,
tu mirada de explorador;
la euforia, el silencio,
las ocurrencias, tu sabiduría,
la inocencia que habita
en lo profundo de tu corazón.
Quisiera llevarte pegadito a mí,
todo el tiempo,
lo que me quede de vida.
Que tu cuarto quede intacto,
con el cajón repleto de sueños,
de monstruos, de insectos ,
de invenciones, caracoles
y conchas de mar…
con todo aquello que atesoras
y que ante mi asombro y la nostalgia,
te arrastran lejos, muy lejos y te convierten en mayor.