Por Miriam Valdez
Hoy dedicaré unas líneas al sándwich de la casa, al de “en medio”, al segundo, al que fue el bebé por unos años hasta que lo “destronaron” y así…podría seguir mencionando tantas etiquetas que quizás equivocadamente damos a los integrantes de una familia. Se las dedico porque cumple nueve años y celebrar su cumpleaños cada año, así como el de mis otros dos hijos, es un verdadero privilegio, un momento cargado de emociones. Por dos simples razones: uno, celebro su llegada a éste mundo y, dos, que me hayan regalado ser madre ya sea por primera, segunda o tercera vez.
Cuando era niña, no recuerdo haber tenido una fiesta de cumpleaños espectacular o en algún salón de fiestas; sé que asistí a festejos realmente grandes -en aquél tiempo- de algunos amigos, con show incluido y toda la cosa, y sin embargo, cumplir años siempre evoca esos días en que me tocaba ser celebrada a mí. Me sigue llenando de nostalgia y alegría recordar ese día, MI día. Lo que más recuerdo es lo especial, lo importante y lo amada que me sentía. Aún me llena de emoción y me acelera el corazón recordar estar en mi cama fingiendo estar dormida y escuchar el murmullo afuera en el pasillo de los otros cinco integrantes de la familia, esas cuerdas de la guitarra siendo afinadas casi en silencio, puedo sentir nuevamente ese revuelo en mi estómago…entonces entraba la tribu a mi cuarto, mi papá con la guitarra y todos entonando las mañanitas… ¡qué memorable! Después venía la otra parte igual de emocionante: los regalos. Mis padres tuvieron a bien darnos un detalle por cada integrante de la familia, y digo detalle en serio, nada costoso, ni extraordinario (quizás nunca me gustaron mucho los juguetes, ahora que lo pienso bien); el regalo mayor: ropa para estrenar ese día. Me llevaban a comer a dónde yo tenía el poder de elegir ésa vez con mi ropa nueva y, por la tarde, nos reuníamos en casa con algunos de mis mejores amigos a partir un pastelito. Eso era todo. Imagino que si hubiera tenido fiestas espectaculares, sería igual de emocionante recordarlo. Porque finalmente lo que queda es eso: un tatuaje en el alma con tinta indeleble de haber recibido tanto y tanto amor.
A veces mi marido y yo debatimos si darles cuatro regalos a los niños en su cumpleaños es necesario, él me dice que es demasiado, que es preferible uno “grande”. Yo insisto en que no es el regalo en sí, sino el recibirlo de cada uno de los integrantes de la familia y lo que connota. Cuidamos que esos regalos sean especiales: algo que deseas por mucho tiempo y no lo vas a obtener fácilmente (no solemos regalar juguetes a nuestros hijos), otro que “necesites”, como ropa; otro que evoque tus hobbies o pasiones: desde colores, plumones, hasta tus chocolates favoritos, y, finalmente, – el que es mi favorito- un libro dedicado por nosotros o un álbum de fotos (con eso de que ya no tenemos la precaución de tener fotos impresas). Y por supuesto, siguiendo un poco la tradición de mi familia de origen, entrar al cuarto temprano a cantar las mañanitas y si no hay tiempo de regalos o el festejado opta por la segunda opción, que es la más divertida, al volver del colegio les hacemos un rally para encontrar sus regalos. Sin querer hemos sembrado ya una tradición que esperan con ansias, incluso sin poder conciliar el sueño el día anterior de la emoción.
Después viene el festejo. Así, íntimo, con familia cercana y sus amigos más cercanos, sin protocolos y llena de excentricidades personales, Octavio, precisamente, es especialista en hacer todo fantástico: desde el pastel más empalagoso ya sea comprado, o hecho por él y su prima, hasta piñatas de caballo gigante o de una casa de halloween. Siempre les hemos dejado elegir libremente los elementos, aunque no quede una fiesta “temática” y decidir cómo celebrarlo, si en casa, llevando amigos a brincar a los trampolines, o al boliche y también ofrendar un bolo que sea elegido o hecho por el mismo festejado de acuerdo a sus aficiones en ese momento. Ellos han presenciado fiestas de sus amigos realmente grandes, tan abundantes, con mil y un detalles: ir por ellos en limosina, shows, un ciento de niños, candy bar impresionante, bolos para los invitados espectaculares, etc. Y nunca nos han pedido ni deseado algo así, entienden perfectamente la dinámica y los valores que tratamos de inculcar en cuanto a festejos, de acuerdo a nuestras creencias.
Finalmente, lo realmente importante es no dejar de festejar la vida de nuestros hijos, cada familia a su manera, de acuerdo a sus valores, sea como sea, ya que eso quedará marcado en sus corazones y en sus memorias, porque así, creo yo, se les demuestra cariño y pertenencia a los hijos.
Siempre me ha causado una tremenda duda y una gran tristeza esa gente a la que no le gusta celebrar su cumpleaños, que odia escuchar las mañanitas, que detesta recibir regalos… Quisiera entender en qué momento algo tan sublime se pudo convertir en algo tan doloroso. Por eso, para mí siempre será un momento muy especial que seguiré tratando que sea maravilloso para mis hijos, que les quede así, tatuado para siempre. Que cada año que festejen su cumpleaños de aquí en adelante, vibren igual de emoción, como ahora a sus nueve añitos, que no dejen de vivir la dicha de compartir con los seres amados, de agradecer y celebrar por todo lo vivido. Que permanezca en ellos la plenitud y la consciencia de que vivir vale la pena y que lo mejor está ocurriendo en ese momento y también, está por venir.