Por Liliana Contreras Reyes
Gastaré en este escrito una de mis siete vidas gatunas, repasando con la visión nocturna, “Afuera hay un mundo de gatos”, del escritor coahuilense Jesús de León. Mi fantasía voluptuosa se cumplió en pocas horas: gatos restregándose en mis piernas flacas invitándome a pasar una noche larga, sin sueño y en su compañía.
A tientas, dejé mi cama destendida y partí al encuentro de aquellos animales exóticos. Todo estaba oscuro ya, pues pasaban de las dos de la madrugada. Salí de mi apartamento y me encontré con un mundo raro. Varias luces me invitaban a seguirlas, veintidós destellos para ser exactos, cada uno con una historia por contar, destellos de los cuales elegí algunos.
Alguien que me parecía conocido por el modo en que acariciaba sus bigotes, me dijo: “Y tú: ¿qué gato?” (p. 15). Difícil es definir el género, pensé, siendo yo gata. Y apenas dados unos pasos escuché a Débora hablando acerca del pene de los gatos. Sí, del pene. Lo describía al mismo tiempo que trataba de comprender el significado de los gritos de los gatos, gritos que la hacían acudir por la noche, para encontrarlos tranquilos en la barda. Mientras ella divagaba, su hija, igual que un gato, se fue un día y no regresó: “El gato tiene que ser” (p. 131) y la hija de Débora también.
Ya me encontraba en cuatro patas, cuando me decidí por el destello de un “Corazón de plomo” (p. 31), en cuyo centro brillaban dos letras: I y R, así en ese orden llamaron mi atención. De cerca, pude ver cómo se daba un crimen pasional entre los dueños de aquella marca mortuoria: Isabel y Roberto. Y me quedé observando la historia hasta conocer, indirectamente, al marido, la abuela, la madre, el hijo y la “amiga” de Isabel.
El ruido de un refrigerador llamó entonces mi atención, ruido similar a un ronroneo, que ocultaba a dos jóvenes en la oscuridad y me hizo desviar la mirada. Mi visión nocturna sólo descubrió que “Hay un demonio oculto que sale a flote en la oscuridad” (p. 43), escondido de una madre y, en ocasiones, de un maestro o de un celador. Las voces que se escapaban decían rítmicamente: “No se lo vayas a decir a nadie” (p.83).
Las ninfas convertidas en sirenas –en inaccesibles sexualmente- y sus faunos mutilados se encontraban solitarios en una plaza cercana, nadie los visitaba desde que el lugar había sido adornado con carteles que decían: “Jardín en recuperación” (p. 25). Fue fácil para mí advertir que los gatos entre mis patas me alejaban de la plaza. Ni ellos ni yo soportamos tal espectáculo.
Por lo tanto, volví lo andado y me encontré con un niño engatusado por los gorriones de su madre, a los cuales deja escapar en un instante. “El vuelo de los gorriones” (p. 53) fue su libertad de golpes y maltratos, que lo llevaron al encierro y a la búsqueda de senderos y recuerdos. ¿Se sentiría, entonces, libre?
Desde la calle, vi a otro niño que subía las escaleras rumbo al depósito de agua y a escondidas de su madre, para alcanzar a su hermano que se encontraba en donde comienza el cielo (p. 115). Mientras sube, le dice: “Hermanito, no te preocupes por mamá” (p. 113). Yo quisiera avisar a su madre, pero no escucha mi maullido, se ve ocupada con su máquina de coser y se mata poco a poco con su coca cola y azúcar en la sangre.
Es de noche aún y me encuentro en la calle viendo los destellos más brillantes. Ya no sé si seguir o volver a mi casa. Entonces, escuché un grito que salía de casa de los Finzi, la madre de Rita trata de acabar con la relación de su hija con Nósfer, el vampiro. Padre e hija debían luchar contra el monstruo del incesto. Hija y vampiro, contra el padre.
“Conejito blanco” (p. 85) y Rosy, terminaron del chongo y, a final de cuentas, el conejito salió perdiendo cuando se le ocurrió golpear a Rosy fuera de la casa, después de lidiar con su orden y limpieza. Yo veía de lejos. Ambos lanzaban rasguños, arañazos, rugidos y, al estar entretenidos peleando, no vieron los perros, que atacaron al Conejito. Yo sí los vi y me salvé de ellos.
Me trepé en un árbol y estaba un hombre que me hablaba de que se había ido su mujer. Él me dijo: tengo “El mismo amor de los pájaros” (p.91). Pero, yo nada más entendí que ella se fue, que ellos no pudieron estar “Juntos pese a todo” (p. 57). El caso de este hombre es contrario al de Perla y David, quienes, aún en la distancia, comparten la muerte: ella en manos del licenciado, él en manos de un hombre negro.
Vagabundeé un rato más, antes de que llegara el alba. Traté de orientarme para volver y dormir un par de horas. En el trayecto, me topé con un señor alcoholizado, que aseguró tener una niña bajo la lluvia, niña que ni yo, ni su esposa, vimos. Pasé de largo, estaba exhausta. La noche terminaba y no me quedó más que entender el “Fin de las creaturas” (p.149), que me incluía, así que dejé de lamer mi cuerpo grisáceo para volver a casa.
La noche se agotaba con el paso de las líneas y me enseñó que, en realidad, sólo tengo una vida, no siete; que la vida de cada gato refleja lo hermoso y bello –y no tan
bello- del autor y de mí misma, es más, que mi vida puede ser contemplada por unos ojos de gato desde la barda de mi casa. El insomnio me permitió conocer que, afuera, hay un mundo de gatos y hace falta más de una noche para acercarme a reconocer todos los destellos palpitantes que me llaman en la oscuridad.
De León, Jesús, Afuera hay un mundo de gatos. Nueva versión. Instituto Coahuilense de Cultura, Saltillo, 2006, (Colección La Fragua No. 1), 154 pp.