Por Miriam Valdez Sanez
En unos días cumple años mi madre. Setenta y cinco años de una mujer en toda la extensión de la palabra. Siempre guapa, siempre inteligente, siempre natural, siempre enérgica, siempre echada para adelante, siempre fuerte… la doña, la Nena, la Nonis. Quiero dedicarle unas líneas, pero es tanto lo que hay en mi mente, que me da temor no alcanzar a expresar todo lo que siento y pienso.
Iré de ahora hacia atrás, porque si bien ella fue quien me forjó, la que está repleta de todos esos atributos que le damos a la maternidad, es esa mujer que sigue viendo por mí ahora en mi papel de madre y es esa maravillosa abuela que mis hijos aman con locura. Como abuela, las puertas de su casa (y las de su alacena) están abiertas a divertidas pijamadas, está presente en las actividades de mis hijos, no se pierde un festival, un torneo, una presentación; hasta de tutora hace cuando hay exámenes y ellos prefieren estudiar con ella “que sí sabe por haber sido maestra y directora de colegio”. Es esa abuela que se pasa horas hablando por teléfono con mi hija menor, quien le cuenta lo mismo una y otra vez y tiene esa paciencia de escucharla como si fuera la primera vez. Es esa abuela que cuando bebés sus nietos, les cantó una y mil canciones, los enseñó a jugar a escondidillas con susto incluido, la que les ha procurado hacerles pascuas inolvidables y llenarlos de tradiciones que seguramente ellos continuarán cuando hagan su vida. Es esa abuela pendiente de cada uno de sus nietos, de sus tristezas, preocupaciones, hazañas, problemas…no sólo les escucha, los recibe en su casa para hacerlos saber siempre seguros y pertenecientes a algún lugar. Es esa abuela con la que mis hijos tienen sus chistes locales llenos de picardía que los hace sentir mayores y en donde pueden explayarse de decir una que otra mala palabrilla que yo no les permitiría, porque así es ella: cómplice.
Cuando nacieron mis hijos, fue quien me cuidó con infinita paciencia. Me cocinaba, me curaba, se mantenía al margen con mis “ideas” de nueva crianza, pero siempre presente. Más de una noche se quedó a dormir con mi bebé para que yo descansara. Y ahí estuvo en todos mis procesos, sobre todo en esos en donde nos transformamos y sacamos lo peor, entendía perfectamente la metamorfosis que estaba viviendo y que sólo con ella, con esa confianza que sólo se le tiene a una madre, podía sacar todo lo que me atormentaba sin tapujos…es increíble hasta dónde te sabes cómo mujer respaldada sabiendo que tienes ese gran sostén detrás de ti.
Si hablo de mi mamá cuando yo era joven, fue esa mamá que me apoyó absolutamente todas mis ideas, locuras y proyectos. Siempre impulsándome. Siempre haciéndome saber valiosa y capaz de lograr todo. Así nos educó a sus cuatro mujeres: a ser independientes, a ser entronas, luchonas, fuertes, aguerridas. No puedo imaginar el temor que sintió cuando decidí irme sola a otro país a seguir mis sueños, no puedo imaginar lo difícil que fue que al regresar, decidí irme a vivir sola en la misma ciudad en la que ellos estaban, no puedo imaginar el dolor que sentía cada vez que cometía un error o me lastimaban y estaba ahí abierta a escucharme, paciente a mi encuentro, dispuesta a limpiarme las heridas. Y ahí estuvo siempre, ahí para ésta hija un tanto rebelde o no muy convencional, muy a pesar de sus ideologías y posibles temores.
De niña, recuerdo mucho su contacto. Yo era muy cariñosa con ella, me fascinaba acostarme en su regazo y que me acariciara el cabello. Me la vivía en su cama, compartiendo el gusto por la lectura. Mi papá viajaba mucho y por ser yo la menor, me tocaba ser su compañera todo el tiempo, en todo momento. Son recuerdos que tengo bien grabados, esos, así como saberla grandiosa, admirarla por sus logros, por lo mucho que la querían sus alumnos, por cómo lograba balancear su vida profesional y personal. Siempre apoyando a mi papá, impulsándolo, aconsejándolo. Constantemente preparándose, estudiando, y sirviendo a los demás como voluntaria en apostolados y docencia a mujeres de escaso nivel académico, porque su vocación será enseñar.
Pero el legado más grande que me deja esta señora, es hasta dónde es capaz de llegar una madre por sus hijos. Todo lo que ha hecho por nosotras, que no ha sido sencillo ni fácil, que sólo un amor infinito es capaz de lograr: perdonar una y otra vez, amar, aceptar y continuar amando, incondicionalmente.