Por Liliana Contreras Reyes
Varias veces he debatido con mi esposo acerca de si la “gente mala” existe. Él alega que la mayoría de las personas en el mundo son malas. Yo, que la mayoría son buenas. Me niego a pensar que todo lo negativo que ocurre se deba a la mala intención de alguien. A veces prefiero creer (por miedo o por ingenuidad) que son errores, que hay explicaciones trágicas o que podemos malinterpretar lo que ocurre.
I
En cosas muy básicas me doy cuenta que, a veces, ya no reflexionamos sobre nuestros actos y que podemos dañar o ser dañados por el estilo de vida que llevamos. Ejemplo. Ayer en la noche fui a las pláticas para ser madrina de primera comunión de mi sobrina. Mi día laboral fue de 8:00 a 20:00 horas. Lo confieso: llegué a las 20:15 a las pláticas (tarde). Ya habían hecho una lectura y medio comprendí de lo que se trató pero no logré concentrarme. Seguía enganchada con los pendientes, preparando cosas para un viaje de trabajo, mandando correo a mis compañeras o respondiendo mensajes del día. Los padres y futuros padrinos nos comprometimos a cumplir ciertas cosas relacionadas con el sacramento del que hablábamos. En nuestro grupo de lectura nos comprometimos a rezar el padre nuestro y hacerlo a conciencia. Otros se comprometieron a aceptar sus pecados, reconocer errores, estar atentos a la misa, etc. Se terminó la sesión y me formé para registrar mi asistencia. Había unas cuatro personas antes que yo. Una mujer se acerca (supuestamente a decirle algo a la que estaba en turno) y firma su asistencia; otra señora se mete de lado y firma, haciéndole espacio a su esposo para que también firme. Ambas se metieron en la fila, faltando al respeto a quienes esperábamos. La mujer sola voltea y dice, muy risueña, algo como: “ay, ya los hice esperar”. Por supuesto que no me da risa, ni siquiera ocasionó una mueca. Entonces, en ese momento me vinieron varias preguntas a la mente:
¿Cómo esperamos que nuestros hijos sean respetuosos y tolerantes, si no damos el ejemplo? ¿De qué sirve comprometernos a profesar la religión (yo que no soy la más religiosa del mundo), si a la primera oportunidad fallamos en cosas tan básicas y simples? ¿O se trata de estar pidiendo perdón a cada rato, cuando no hacemos ningún esfuerzo por ser un poquito mejores?
Y bueno, ésas somos las buenas personas.
II
Constantemente, en mi trabajo, los papás preguntan si lo recomendable para sus hijos es una escuela grande (pienso en un salón con 40 alumnos) o pequeña (pienso en menos de veinte niños). La semana pasada un papá estaba en la misma disyuntiva. Me decía: “¿jungla o apapacho? ¿Jungla o apapacho? ¿Jungla o apapacho?” Tiene razón al decir que el mundo es como la jungla. Siendo muy franca le dije que yo no era la persona indicada para responderle esa pregunta, porque, en lo personal, tenía esa misma cuestión dentro de mi familia, pensando en la educación de mis propios hijos.
Lo que veo en una escuela grande es que cada quien hace su propio esfuerzo por destacar SIN IMPORTAR cómo lo logren. Para poder manejar a tantos niños lo más funcional es “estandarizar”, crear un molde ilusorio de lo que es correcto para un niño de tal edad y, quien no lo cumpla, quien no se adapta, tiene que buscar otra escuela. A veces nos dicen: “este sistema no es para un niño como él”. Una escuela con 2 mil alumnos (jungla), enseña a los niños, en su cotidianidad, a defenderse incluso antes de que los ataquen, a preocuparse solo de sí mismos, a ser más fuertes, más toscos, más rápidos, más hábiles, como un modo de supervivencia. Y está bien, para algunos. Un alumno de 7 años me dijo el otro día: “en la escuela que estaba, yo era invisible, yo no importaba”.
Una escuela pequeña, preocupada por la persona y no por la estandarización, busca reconocer y respetar la individualidad, enseña a los niños que ser como ellos son está bien, que merecen ser respetados, a reconocerse a sí mismos y valorar esas habilidades (por muchas o pocas que sean) que poseen; da la oportunidad de que si ocurre un incidente o un problema en la comunidad educativa, el día académico pueda detenerse un poco para atenderlo. Los niños respiran y saben que, ante una situación así, hay que darse el tiempo para resolverlo y, sobre todo, que ellos son parte importante de la solución. De esta manera, estos niños tendrán la capacidad de ver y reconocer su mundo y tendrán la seguridad de que puede transformarse en un lugar mejor, que las cosas como son no tienen que ser así, que se puede cambiar.
III
Hoy, Saltillo está de luto. México esta de luto. Niños mueren, mujeres mueren. Creo que a muchos nos cae de golpe que alguien sea capaz de robar a un bebé y, lo que es peor, que sea capaz de matarlo. Nunca tendremos la seguridad de qué pasó realmente.
Se intenta multar a una mujer por permitir que pinten un mural en su casa, porque se erige como una bandera que dice: en México mueren 10 mujeres cada día.
Una joven desaparece y es encontrada asesinada.
Una niña es robada fuera de su escuela.
Un niño se pierde y no se vuelve a saber de él.
La gente muere por ser diferente.
Si una mujer es indígena, pobre, homosexual, es discriminada por cada ángulo que se le vea.
Si un hombre está parado en el lugar equivocado, también muere.
Se agranda la lista como pequeñas piedras que calan, no en el zapato, en el corazón. Duele. Visto de cerca o de lejos, duele.
IV
Llevo 18 años trabajando con niños. Soy psicóloga y he conocido cientos (si no es que ya llegué al millar) de niños. En todo este tiempo han sido contadas las ocasiones en que una mamá aceptó o reconoció frente a mí que no quiere a su hijo. Muchas son las que no los aman y uno se da cuenta a simple vista o después de ver la interacción que tienen con él. Sin embargo, hubo una en particular que me estrujó fuertemente con sus palabras y acciones. El niño en cuestión asistía a terapia por problemas de conducta. Peleaba y hostigaba a sus compañeros, retaba a sus maestras y estaban a punto de correrlo de la escuela (que al final lo corrieron). La señora llegó a decir que no lo quería, que no sabía cómo relacionarse con él e, incluso, el niño dormía solo en el tercer piso de su casa, mientras que sus papás y hermana dormían en la misma habitación, en el segundo. Organizamos una dinámica grupal a la que invitamos a varias mamás y el objetivo era aplicar las técnicas de arrullo, comunicación verbal y no verbal con los niños y ejercicios de autorregulación emocional. Después de las actividades, pedimos a las participantes que le dijeran a sus hijos lo que sentían por ellos. “Te amo”, “eres maravilloso”, “me haces feliz”. Cuando tocó el turno a la mamá del niño en cuestión, solo dijo: “es que no se me ocurre qué decirle”. Me atrevo a pensar que todas las mamás presentes queríamos hablar por ella, decirle lo hermoso que era, lo inteligente o fuerte que se veía. El niño solo abrió sus ojos. Valientemente no lloró. Me quedé con el corazón desecho y entonces se reveló el origen de su mal comportamiento. Ese niño, con su problema de conducta, era resiliente. Estaba usando todos sus recursos -buenos o malos- para salir adelante.
V
Vuelvo al inicio. Hay gente mala, lo sé, aunque no deja de sorprenderme. Hay gente con problemas mentales que no es detectada ni atendida. Hay un gobierno que se justifica, también lo sé. ¿Qué me queda?
Pienso que un niño educado desde el amor, educado para reconocer y valorar la diversidad, que es amado, que es respetado en sus tiempos de maduración y desarrollo sería incapaz de matar a otro, sería incapaz de ser injusto frente a otro. Creo que un niño acompañado tendrá el valor para luchar y cambiar las cosas. Creo que un niño que comprende el porqué de las normas, el cómo benefician en la interacción y la vida en sociedad, las asume y no las cumple solo por miedo al castigo, la multa, la consecuencia o la cárcel.
Otro mundo es posible pero se necesitan valientes que intenten hacer las cosas de forma distinta.