Por Liliana Contreras
El 1 de junio “volví” al trabajo. Mi esposo y yo nos alternamos para salir y cuidar a los niños. Volví, aunque no con la misma intensidad, con menos pacientes y preocupada por cumplir con las reglas de higiene varias veces por hora. Tengo que limpiarme los pies cada vez que salgo del consultorio, mis manos están secas de tanto alcohol, mi frente punza después de un par de horas con la careta y, el calor, ni se diga. Llego a la casa y el ritual de limpieza sigue, desde quitarme los zapatos hasta meterme a bañar inmediatamente, rociar todo con desinfectante. Pienso en mis hijos, en mis familiares de mayor edad, en mí misma. ¿Hay opción? Necesito trabajar. Tengo pagos retrasados que probablemente no acabe de regularizar en el resto del año. Las terapias de algunos niños no pueden detenerse, porque, aunque la pandemia detenga la vida, no detiene el crecimiento y desarrollo ni pospone los hitos de desarrollo o los periodos críticos.
Estamos atascados, no podemos viajar, reunirnos o divertirnos, sin sentir que lo estamos haciendo mal. Estamos encerrados, peor que en un periodo de esclavitud, porque las cadenas son abstracciones, eslabones de miedo, ideas, incertidumbre, desconfianza. Sin saber qué creer o cómo sentirnos.
Estamos expuestos a morir a causa de los problemas respiratorios o a causa del encierro, de la falta de movimiento, de contacto o, mejor dicho, de la cercanía con otros. En algunos casos, hasta del exceso de cercanía, pues las noticias nos bombardean a diario con el nivel de maltrato y violencia que se está viviendo en algunos hogares, a raíz del confinamiento, a pesar de o justificada en él; el acoso y agresión a médicos y enfermeras; el asesinato de un joven que no trae cubre boca, cuando el mismo presidente de nuestro país hace gala de su ignorancia y su cinismo en televisión, mostrando una sonrisa tonta y hablándonos como si fuéramos ignorantes. Ya lo decía Brodsky, en su discurso al recibir en el premio nobel de Literatura:
no tengo duda de que si hubiéramos elegido a nuestros gobernantes basándonos en su conocimiento acerca de la Literatura y no en sus programas políticos, habría en el mundo un poco menos de dolor.
Creo que a un posible dirigente de nuestros destinos habría que preguntar antes que nada, no cómo él imagina el curso de la política exterior, sino qué opina de Stendal, Dickens, Dostoievski. Ya que por la simple razón de que el pan de cada día de la literatura es justamente la diversidad y disformidad humana, ella, la literatura, resulta ser un antídoto eficaz contra cualquier intento ya conocido o futuro, de un enfoque uniforme y masivo en la resolución de los problemas de la existencia humana. Por lo menos, como un sistema de seguro moral, ella es mucho más eficaz que uno u otro sistema de creencias o doctrina filosófica.
Es evidente que nos falta tanto por aprender, como pueblo y como gobernantes, como jefes y empleados, porque nos basamos en un sistema capital y no humano.
¿Y es que no nos hemos dado cuenta? ¡Cuántas vidas ha salvado el arte! Jóvenes simulando su pintura favorita, músicos coordinándose para dar un concierto en zoom, autocirco, recopilación de cuentos sobre la cuarentena. Sino tenemos una dirección clara de quienes nos gobiernan, de quienes deberían organizarnos, ¿qué podíamos esperar? Desorden, inconformidad, caos. No hay un diagnóstico claro, los números, ¿son ciertos? Entonces, ¿cómo podemos esperar que las estrategias de atención, intervención, profilaxis sean las adecuadas?
Desconocemos las razones de quienes salen, de quienes se quedan. Pero es fácil suponerlas. Desconocemos la lucha que cada uno está enfrentando, el miedo, las implicaciones personales o familiares. Pero, podríamos compararlas con las propias para sentir empatía.
Además del arte, y a pesar de que un amigo desconfía por completo en las vida social-tecnológica, siento que la amistad me ha salvado; me permite mantener un nivel de equilibrio, entre convivir seis de siete días a la semana con niños y un día, unas horas, un instante, con adultos.
Una plática frente a mi computadora -en donde mis compañeras de lectura comparten desde sus descubrimientos literarios, las dificultades de pedirle a sus hijos que les traigan la despensa (y ésta sea la que ellas necesitan), sus horarios volteados, hasta la buena o mala experiencia de leer las leyendas de Juan de Dios Peza en verso, reconocer lo valioso que han hecho las mujeres por la Literatura, reírnos de los hombres que, con un libro publicado se cambian la ocupación en redes sociales para autonombrarse “escritor”-, me ayuda a curar el insomnio.
Una plática con mis amigas de trabajo, con quienes puedo compartir las novedades de la “teleneuropsicología” (o terapia a distancia), los cambios que ha traído la cuarentena en nuestros consultorios, videos, fotos y programas para ver cómo avanzan los pacientes y, hasta la foto infraganti, que la hija de una de ellas me mandó por Messenger, en donde la atrapó estudiando y en una mala postura, me ayuda a darme cuenta de que no, no estoy perdiendo la razón: los niños aprenden a pesar de las circunstancias.
Las cientos de mensajes con mis hermanas, el video que hizo mi mamá, las preguntas existenciales con mis amigas, conocer gente con proyectos creativos, los tacos clandestinos después de planear cosas nuevas, me dan esperanza.
Pienso en la nueva normalidad. Recuerdo el libro de Huxley, Un mundo feliz, y me identifico con el salvaje. Me adjudico la posibilidad de sufrir la situación actual, de aislarme cuando así lo necesite y amar todo cuanto sea posible. La pregunta es: ¿lograremos habituarnos? Mientras tanto, defiendo los recursos disponibles, los aprovecho y trato de no minimizar su impacto emocional. No quiero esperar a que todo vuelva a ser como antes, quiero vivir ahora y vivir entonces.
¿Qué les ha servido a ustedes?