Por Clara F. Zapata Tarrés
Siempre uno acaba demostrándose a sí misma que las cosas se aprenden haciendo. ¿Recuerdas cuando estabas en la primaria? ¿Qué cosas de las que te enseñaron, aprendiste realmente o aplicaste en tu vida cotidiana con maestría? ¿Las fracciones? ¿La geometría? ¿La poesía o la sinalefa?
Yo recuerdo que aprendí a escribir, narrando a veces mis aventuras vacacionales en diarios u hojas de lindos diseños o formatos que nos pedía la maestra Sandoval. Me pedía que los volviera a escribir, releyera cada palabra, buscara sinónimos o extendiera mi vocabulario. A pesar de su personalidad nerviosa y un tanto histérica, ella me motivó a seguir descubriendo algunas precisiones.
Luego, mucho después, esa manera de razonar me ayudó a describir los detalles de lo que observaba en mis clases de antropología con mi maestra Francoise Vatant. Recuerdo también, que mi amado profesor, guapísimo y seductor además, ya en la maestría, me mostró un libro del que ya no recuerdo el autor, en donde se llevaba 3 páginas describiendo cómo caía una gota de lluvia en la ventana.
En ese inter, descubrí a Saramago con sus frases interminables que hacen que te devores cada página con pasión. Empecé a escribir así, tratando de imitarlo porque fue un poco mi favorito en una época. Luego llegó Clarisse Lispector, brasileña adorada que mi amiga María me presentó y que resultó fascinante porque describía su vida cotidiana desde su infancia hasta su maternidad, poniendo énfasis en todas las emociones intensas que pueden representar los momentos más insignificantes.
Y así, la literatura, la práctica, el ponerle letras a los sentimientos, el que cada mañana me sentara a “practicar”, hizo que poco a poco aprendiera haciendo. Y así, amé la escritura. Buena o mala, no sé… Pero amada, segura.
En estos días de confinamiento, vuelvo a constatar esta frase, observando a mi hija. Desde siempre, yo he tenido la fascinación por la manera en cómo las señoras de los puestos de comida de las calles chilangas resuelven los dilemas para hacer una tortilla de maíz azul, perfectamente redonda o una gordita de chicharrón del ancho justo para que sepa a gloria. Al mudarnos por estos nortes mexicanos, descubro que no hay maíz azul y que hasta parecen rechazarlo. Sin embargo, descubro que en mi familia política hay varias mujeres que tienen este conocimiento y experiencia empírica relacionada con el movimiento perfecto de las manos que crean también, ahora, tortillas de harina. Mi suegra, Benita, mi cuñada Rosy, mi concuña Lety saben revolver la harina de manera potente, con concentración, con las cantidades perfectas de manteca, agua y sal. Cada movimiento contiene una intensión y de este ritual femenino, salen unos círculos llamados tortillas que recubren el paladar de sabores suaves. Y aquí también se aprende haciendo. Mis hijas siempre han ayudado a su papá a hacer masa de pizza y sus manos finas y precisas han logrado que quede cada vez mejor y más rica. Pero también, han practicado esta costumbre de amasar con su abuela y sus tías norteñas.
Ha pasado bastante tiempo desde que no hacían tortillas de harina. El otro día, gracias al aburrimiento o a las invenciones que se descubren en el encierro, decidimos hacerlas. Yo soy muy mala porque no sé cuánta sal, manteca o agua hay que ponerle a la harina y al final me salen muy duras. Pero mis hijas han tenido suficiente experiencia como para que salgan mejor. Decidimos adaptar la receta y preferimos hacer estas tortillas de harina de maíz. Me sorprendí enormemente al ver que mi hija no necesitó tantas instrucciones. De pronto, veo que amasa con las mismas ganas e intensidad que su abuela Benita, que sabe qué platos hondos usar, que comienza a hacer unas bolitas de tamaños perfectos y que usa la maquinita de fierro que logra construir la redondez adecuada. Agarra el plástico que hace que evites que se pegue la tortilla, la desliza en su mano y la pone delicada y rápidamente en el comal. A ver esto, al no haberle yo enseñado NADA, me sorprendo porque constato que todo esto lo ha mirado, practicado y nadie necesitó decirle absolutamente ninguna instrucción. O no sabía, o me agarró desprevenida, pero quedé completamente maravillada por tales habilidades. Calculó el agua, la sal, cuánto apretar, cuantas pizcas, cuánto movimiento, TODO.
Y entonces aquí el resumen: veo, observo inconscientemente, practico, vuelvo a mirar, mido mis posibilidades, vuelvo a hacerlo cuantas veces sea necesario y de pronto puedo hacerlo mío, transformarlo, perfeccionarlo. Aprendí, haciendo.
Amamantar es muy parecido, sino es que igual. Soy niña, me pego a mi mamá para tener ese delicioso momento, veo que mi mamá amamanta, me posiciono, cambio, me acomodo… Crezco, veo a otras mujeres amamantando, en la calle, en el parque, en la casa de mis familiares, con mis amigas, en las tiendas, en las reuniones, en los hospitales, etc. Y voy viendo cómo se pone un bebé, que necesita estar bien pegadito, con su ombligo en mi ombligo, con sus manos encima de mi torso, abriendo su boca muy grande, evertiendo los labios, sacando bien la lengua. Tengo a mi bebé y ya tengo ese conocimiento en mi inconsciente y sólo me queda practicar, ensayar, intentar y dejar que ese aprendizaje que ya tengo, surja y me ayude a perfeccionar la práctica hasta que se vuelve cotidiano, placentero y disfrutable. No necesito pasos, ni tantas instrucciones. Mirar, observar con detenimiento, interesándome genuinamente y haciendo.
¿Pero qué sucede cuando no puedo hacer todo esto porque en realidad no veo por ningún lado a nadie amamantar? Se me complica, se vuelve una tarea que imposibilita recordar la experiencia inconsciente, me incomodo, batallo, sufro.
Necesitamos volver a la normalidad. Necesitamos amamantar de frente y sin miedo. Necesitamos que se vuelva algo cotidiano. Necesitamos amamantar en todos lados. Necesitamos aprender haciendo. Necesitamos esos rituales mágicos que nos ayudarán a olvidar un poco todas las instrucciones o los conocimientos teóricos que muchas veces logran obstaculizar el verdadero y significativo aprendizaje.
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Sigamos aprendiendo haciendo!