Por Dona Wiseman
El año de la facha mundial continúa y seguimos más que menos “distantes”. Y no me salgas con el cuento de que, “A mi, me gusta estar sola. Siempre necesito y me encantan mis momentos de soledad.” Escogerlo y que sea impuesto son cosas distintas. Esta situación no tiene nada que ver con la necesidad de “encerrarme unos días en mi casa” o de “buscar tiempo para la familia” o de “escaparme a las montañas con mi pareja” que queríamos todos ardientemente a mediados de marzo, todos en expectativa de la llegada de la Semana Santa y las vacaciones.
“Surprise!” A pesar de vivir con la familia o la pareja, o los “roomies” o una buena colección de compañeros de 4 patas, me he visto frente a un espejo implacable que día a día se vuelve más claro en su reflejo.
No sé si realmente sea insoportable vivir conmigo misma, pero el proceso que padezco al verme cada día más claramente, sin remedio y sin esperanza de ser de otra manera, es tortura. Me parece que he envejecido 10 años. Veo mi mirada cansada, el rostro a veces inexpresivo (toma mucha energía reaccionar y estoy exhausta) y siento la mente algo dispersa. No tengo claro qué sigue, no en el sentido típico. Sé que después de escribir esto, si es que acabo (porque mi concentración oscila entre Katniss que abre la puerta pero no la cierra y el hecho de que ya me dio hambre de nuevo) me toca atender el consultorio. Lo único que sé a ciencia cierta es que un paso le sigue a otro y un minuto le sigue al anterior, y así con los días, las semanas, y ahora los meses. El año 2020 comenzó en algún momento, y, en algún momento otro, se volvió medio loco. Para mí el tiempo va igual de rápido que siempre, pero no distingo su flujo, hmmmm, no, no he perdido el flujo sino las divisiones, las marcaciones (horas, fechas, estaciones de año, meses). Me estoy viendo en la necesidad de hacer un esfuerzo sobrehumano para recordar que mi hija menor cumple años este sábado, y si se me pasó tu cumpleaños te pido una disculpa pero el tiempo hoy para mí carece de sentido. No lo entiendo en este formato. Se me vuelve mecánico y sin alma. Eso. Eso es lo que quería decir.
El espejo me está mostrando los kilos que he aumentado o bajado, las ganas que tengo o no tengo de arreglarme, que sí tengo un hijo consentido, que no tengo previsiones económicas a futuro, que mi ansiedad característica me provoca una motricidad implacable. Me muestra que aún no sé descansar, que siempre estoy ocupada, y que solo tengo tiempo para otros si yo lo decido. El espejo me cuestiona sobre cómo quiero distribuir mi tiempo, mi trabajo y cómo demonios pienso tomar las vacaciones que siempre digo que deseo. Ese reflejo me mira y me dispara preguntas sobre lo que quiero en la vida, haciéndome dudar en momentos de sostener o soltar actividades, espacios, relaciones, etc. También me pone a oscilar entre mi visión a futuro (no mi mayor talento de por si) y el sinsentido del tiempo como lo percibo hoy.
Los ojos que veo en el espejo me dicen a veces que yo debería ya estar más “iluminada”, más delgada, más sana, más buena. Que debería tener más tiempo para otros, que debería leer más, saber más. Qué debería ayudar más, apoyar más, resolver más. Qué debería preocuparme por cosas que no me preocupan. Me dicen que gaste o que deje de gastar, que coma o deje de comer. Me instigan a tenerle miedo a cosas que no recuerdo que me asustaran antes.
Me encuentro ante una sensibilidad que no sabía era tan mía. Me conmueve todo, y lo que no me conmueve me enoja, o me asusta.
La imagen que veo en el espejo es la cruda realidad mía. Creo que las circunstancias me alejan de mis mecanismos de defensa. Claro que los suplo. Busco otros. Uso mecanismos alternos, o disfrazo los mismos de siempre de maneras creativas. Estoy contemplando la opción de dejarme ver en un espejo más limpio, con menos interferencia. Me siento como una niña que aprende a nadar. “1, 2, 3…para dentro.”