Por Clara F. Zapata Tarrés
Ayer vino Regina, la mejor amiga de María José. Sólo escuché carcajadas toda la tarde. Quedé anonadada. Nunca imaginé que fuera tan significativo un encuentro amical de 5 horas. El año pasado Regina fue atropellada y se quedó en casa durante casi 6 meses. María José iba religiosamente a su casa cada semana a visitarla. Supongo que ahí surgió el inmenso cariño que se tienen. Fue una tarde en que cada minuto estuvo acompañado de tanto amor y tanta risa… Inolvidable…
Todos los días había yo he estado preocupada por esa parte de la pandemia. ¿Qué pasa con la infancia? ¿Qué podemos hacer? Y sobre todo ¿Cómo recordarán esto nuestras hijas e hijos?
Hoy también me encontré a Ana, con la sonrisa y palmadas de su hija Carolina. Las acompañé en el comienzo de su lactancia. Encontré ahí, en una de las calles de mi vecindario, palabras de aliento, de entusiasmo y de una franca y amorosa caricia. A la distancia, burlando las torpezas y los tropiezos que nos tienen de frente a la incertidumbre. Viví el presente. Ana buscó frases y no paramos de hablar quizás durante 10 minutos seguidos. Parecíamos unos pericos y nos dábamos cuenta. Reímos a carcajadas del propio encierro y de la gran necesidad del ser humano de socializar…
Debo recordarme constantemente que necesito vivir por un día más, vivir el día sin pensar en el futuro. El futuro me abruma pero me cuesta, me cuesta no pensar en él…
Presente, presente. Ya es la forma, el fondo, el volumen, el área y el contorno. La geometría de lo absoluto, los pasos contados del perímetro de lo absurdo. Presente. Sin futuro. Todos los años y las horas lo repito, pero me detengo, me paralizo muchas veces en el futuro. Me recuerdo de las clases de filosofía, donde se reflexionaba sobre el pasado presente futuro. Por algo existen tratados sobre esas manecillas del reloj que cuentan los segundos sin parar, sin parar nunca.
A pesar de todo sí vivo el presente porque conservo la calma cuando trata de venir una ola de tiempo que intenta revolcarme. Trato de que la arena revuelta no me ahogue en esta vuelta. Respiro mejor la espuma, acaricio la adrenalina de mirar el agua arriba de mi cabeza. Más adelante, cuento los segundos para meterme, me preparo, grito de alegría y de miedo. A veces me quedo en la orilla para atreverme, a veces me acuesto justo donde se regresa el agua para que me arrastre de golpe haciendo un hoyo en el suelo tierno y suave. Me rasguño con las piedras y conchas afiladas. Me paro repentinamente para no irme sin consciencia. Tiempo, pasado, presente, futuro. Tiempo condicional…
Y luego me voy más allá, donde no hay fondo, donde se relaja el cuerpo o el espíritu con la ola que no revienta, ahí donde miras para abajo y ves la nada. Ahí se pone uno de muertito sólo por el placer de mirar el cielo y las nubes inmóviles. Sin saber que hay allá abajo, en el azul profundo y a veces negro.
Aprendo a vivir diciendo que algo o alguien es mi motor, el que me saca a flote. Sobreviviendo a la sensación de caos que tan tranquila me ha tenido. Tan tranquila en el cuerpo, tan volátil en el alma.
También aparece el pasado para recordarme que todo esto se vuelve un recuerdo (redundante). Recuerdo pues, siempre, el constante movimiento de mi propia lactancia y del significado que ha tenido en mi vida, en toda ella. Sí sé que hubieron momentos agotados, hartos de la entrega constante, pero sólo aparece el símbolo. Si hago el esfuerzo efectivamente salen de debajo de las oleadas, las cosas por las que tuve que transitar para llegar a hoy. Salen imágenes de mi experto ginecólogo felicitándome de manera irónica y satírica, por hacer una chamba tan sacrificada como podría ser amamantar a una criatura diminuta; sale mi madre mirándome contrariada por ver que no precisamente soy como ella se imaginó o como es ella misma en su trayectoria de vida; sale mi padre recalcando la importancia de seguir y seguir y seguir estudiando; salen las horas cansadas y las preguntas internas sobre mi propia vocación y sobre las terribles disyuntivas que tuve para hacer esta elección de vida que rompió con algunas generaciones… El listado puede seguir… Pero sólo haciendo ese gran esfuerzo puedo recordar.
Lo que realmente se queda para siempre es la mirada de Rebeca al amamantar. Esa que sigue estando a la hora de dormir juntas, aun a sus 11 años. Lo que se queda es el balbuceo de María José y su sonido reconfortante cuando después de parir tuve dolores insoportables de vesícula y ella me hizo sacar de mí una respiración curativa no imaginada que impedía un desmayo. Se quedan las manos, el tacto, el sonido del corazón de mis hijas cuando las llevaba en el rebozo para todos lados; el sentirme acompañada y con la fuerza necesaria para sonreír y decidir construir mi propia existencia.
Quisiera tener la bola que predice el futuro, tener una maga o una bruja que me recuerde que esto también será sólo un recuerdo casi no recordado (redundante). Que esto también pasará y que me quedaré con las miradas amorosas también.
Por ahora están las mascarillas, los tapabocas que ya hasta frases tienen pintadas, que se normalizan y me hacen ver que permanecerán por largas jornadas. Sólo por ahora están unas miradas indescifrables que no logro describir todavía. Está mi desesperación ante el pensar constantemente en mi propia muerte y en lo que esto significaría a mi alrededor.
Y permanecen las preguntas: ¿Qué pasa si muero? ¿Qué pasa si mueren mis hijas? ¿Mejor me quedo encerrada por el tiempo necesario para que se encuentre una vacuna mágica? ¿Salgo y me arriesgo? Por ahora pasan por mi cabeza esas dudas y preguntas y sé que mi imaginación desborda para hacerme malas jugadas y que tengo que parar a “mi loca de la casa”. Me implica tal esfuerzo que me canso físicamente.
Si pudiera poner cámara rápida o avanzar algunas escenas hoy, lo haría. Ansío el futuro y me urge que esto se vuelva lo más rápido posible un recuerdo con buenas anécdotas, en las que en mi película se muestren imágenes alegres de todo lo que aprendí y con ello mi corazón se vuelva más fuerte y más valiente.