LOS ABUELOS
Por Miriam Valdez
Ya no sé si continuar haciendo un diario de una pandemia porque, al parecer, la pandemia llegó para quedarse unos par de meses más. Así han pasado seis meses en los que ha habido de todo: vacaciones, regreso a clases, celebraciones, cumpleaños, muertes, reuniones, aniversarios, vida cotidiana, análisis reflexivo, nadar con y contra la corriente, cambios radicales, etc. Pero así es cómo se nos han pasado los días dentro de lo que se llama vida.
Dentro de éstos días atemporales, dentro de ésta pausa forzosa, continúan los acontecimientos frente a nuestros ojos así, en cámara lenta, como si no alcanzáramos a subirnos al carrusel, ese que se vislumbra tan infernal y resulta tan inofensivo a la vez. Allí van pasando los días llenos de angustia, de esperanza, de emprendimiento, de recogimiento, de regocijo , de prudencia, de introspección, de ausencias, de presencias a manos llenas, de consciencia, de impulsos, de todo eso que llaman vivir, todo eso junto, revuelto en una licuadora de la vida en tercera dimensión… muy obligadamente por un virus chino.
Y así, dentro de ese vaivén de la vida, llega la celebración del “día de los abuelos” y apenas me doy cuenta. ¿Por qué? Simplemente porque el colegio se encargaba de recordarme ése día recién llegados a clases para inicio de ciclo escolar. Pero hoy no hubo festival, ni visita de los abuelos al colegio para contar cuentos con los nietos, porque ésta vez, cosa rara en mi vida desde que era estudiante, hasta ahora que soy madre, no hay escuelas…Pasadas las 2 de la tarde, me percaté de la conmemoración gracias a las redes sociales, y no hice mucho por aplaudir el día, lo confieso. ¿Por qué?
Primero que todo, seamos honestos, no creo mucho en las fechas y las celebraciones, porque considero son mera mercadotecnia. Punto número dos, no suelo ser muy detallista, porque, según yo, demuestro el amor con hechos contundentes (muy a mi manera), con presencia, con comida y sazón sin fechas especiales, con mis oídos…
Sin embargo, me detuve a pensar en todo lo que han hecho esos abuelos por sus nietos, o sea, mis sobrinos en primer plano (porque llegaron primero), y mis hijos que se convirtieron en la cereza del pastel, o sea, los últimos. Considero que no valoramos suficiente a esos abuelos porque ahí han estado para mis hijos siempre, a manos y refri llenos, a todas horas, con esa complicidad de apoyarnos para darnos nuestras escapadas de pareja porque “ellos vivieron siempre encerrados para y por los hijos”. No valoro porque están ahí, literal, cruzando unos pasos, esperando por sus caprichos, llenos de abrazos, de chocomilk, de panes con crema de cacahuate “de la buena”, de chocolates, de flanes, de gelatinas del Oxxo, de cheetos torciditos, de sopas maravillosas que “tú nunca haces”, de huevo revuelto “que a ti no te sale”, de nieve y paletas de hielo, de cinco pesos por adivinanza fallada, de chunches adquiridas en cualquier tienda “que mis papás no me van a comprar”. Esos abuelos que les han hecho cada cumpleaños, cada pascua, cada navidad, cada mérito, cada fecha conmemorativa, cada logro, cada simple momento, un acontecimiento inolvidable.
Yo tuve grandes abuelos. Sólo abuelos maternos, pues a los paternos no tuve la oportunidad de gozarlos. Y a esos abuelos maternos los amé con locura y los añoro hasta la fecha. Recuerdo a mi abuela cada día con sus únicas e inigualables frases (que encerraban su sabiduría y fortaleza), recuerdo su sencillez y esa gran determinación, ese carácter afable y fuerte, esa picardía, esa sazón. Recuerdo a mi abuelo fuerte, gracioso, carismático, consentidor, cariñoso, simple, aguerrido, y de “pocas pulgas”.
Vivía a 1,000 kilómetros de ellos y aún recuerdo ésa emoción de salir de clases y saber que aún recorriendo más de 12 horas en auto, estaría cerca de ellos por un par de semanas en semana santa, o un par de meses en vacaciones largas. Sabía que llegaría a ese refugio que aún me cuestiono si fue realidad o producto de leyendas que pasaron de primo en primo hasta mí, el eslabón 17 de 19. Y así recuerdo los mejores días de mi vida: en Camargo, entre sandías heladas recién cosechadas, entre parcelas llenas de maíz, abejorros, camaleones, lodo, la noria, el canal, ordeñar vacas, cepillar y bañar “Alazán Lucero” -quién murió de tristeza días después que mi abuelo partiera de este mundo-, recoger huevo fresco del gallinero, subirse al tractor, a la pipa o a la trilladora, asar nopales en el soplete para las vacas, desplumar gallinas para un rico caldo, comer paletas de hielo de fruta fresca regresando del rancho, duraznos recién cortados del árbol, té con leche bronca de azahares del naranjo agrio… Recuerdo a mi abuela obligándonos a tomar siesta y enseñándonos a bordar a 40° grados en el corredor, añoro esas tortillas de harina recién hechas, sándwiches con mortadela, pepinillos, queso amarillo y mucha mayonesa. Esas escapadas a “mi tienda” a comprar todo lo que se nos antojaba a cuenta de “mi abuelita Quinita”, tardes en el zaguán en la mecedora, en los brazos de mi abuelo arrullándome para conciliar el sueño, “panadero del pan” con las mejores rosadas, glaseadas y coloridas rosquillas que he visto jamás, para mi solita. Camiones enteros que mandaba traer mi abuelo apenas llegábamos cargados de ladrillo, tierra y grava para que los nietos jugaran a sus anchas en vacaciones. Comidas deliciosas en la mesa del comedor, con más de diez personas sentadas ahí y una garrafa de “KoolAid” del sabor que indicaba el “elegido del día”.
Mis abuelos dejaron una huella profunda en mi vida y aún los recuerdo, extraño y conmemoro casi todos los días de mi existencia, intentando que mis hijos vivan a través de mis relatos todo lo que ellos sembraron en mí. Quizás todo eso desparezca cuando yo ya no esté…pero lo que no desaparecerá es el amor que mis hijos intuyen que le tuve a mis abuelos y, a su vez, el que hoy profesan y sienten por sus cuatro abuelos.
Entonces, aún cuando es una fecha comercial, conmemoro, honro y aplaudo la vida de los abuelos, tanto los de mi niñez, como a los grandes abuelos de los que gozan mis hijos hoy. ¡Afortunados que somos!