PARTE I
Por Elena Hernández
Cuando de la educación de los hijos se trata, estoy segura que cada padre busca lo mejor. Y esto de “lo mejor” es lo que muchos podrán cuestionar y lo harán cada quien, con base en su experiencia y en sus expectativas. Nadie hablará de lo que no conoce (en teoría). De la escuela con los más estrictos estándares, con los mejores resultados de las pruebas ENLACE hace 8 años, a mi decisión de educar en casa, mi camino ha sufrido un cambio radical.
Este camino inicia hace 8 años, cuando con dos años y medio de edad, mi hija mayor estaba por iniciar su travesía en el sistema educativo en una escuela que cumplía mis objetivos de aquel entonces. Esos que yo creía que eran importantes como mantener una alta exigencia, maestros calificados, alumnos egresados que multiplicaban con 3 cifras sin usar la calculadora y cosas así.
Luego de 3 años ahí, tuve algunas decepciones que no mencionaré aquí, pero me hicieron reflexionar en que para mí hay cosas más importantes que enseñarles a mis hijos como como la libertad y la no discriminación sobre saber multiplicar y dividir con ojos cerrados a velocidad impresionante. Cambiamos de escuela hacia una mucho más enfocada en la alegría de los niños, la inclusión, con un nivel de exigencia menos exorbitante y simplemente, diría yo, ajustable y comprensiva a las capacidades de cada niño sin obligarlos a encajar en ningún nivel.
Mis hijos, siempre alegres, tuvieron sus etapas de crisis, en las que aún con lo cómodos que estuviéramos en esta escuela, nos alertaban de que no es del todo perfecta, y no creo que exista algo así, perfecto. Mi segundo hijo, en la segunda mitad de su curso por primero de primaria, perdió el interés. Segundo de primaria no fue la excepción, mayormente no quería trabajar, era juguetón y parecía que no ponía atención, no terminaba de copiar las lecciones del pizarrón, castigos, tareas extra, llamadas de atención, no se sentaba a repasar para los exámenes, pero sus resultados eran altos. Entendí que comprendía rápidamente y luego se aburría. Su maestra no encontró la forma de mantenerlo interesado, estaba claro que él necesitaba más desafíos.
El tercer hijo, en su segundo año de kínder, lloraba todos los días porque no quería ir. Cada mañana, teníamos todo un ritual que iba desde los premios, hasta las amenazas para conseguir que dejara de llorar y se pusiera el uniforme. No sé cómo describir la impotencia y desesperación que sentíamos, hablamos con las maestras, la sicóloga de la institución y realmente no nos pudieron ayudar, nunca supimos cuál era el problema, comencé a ir por él temprano, todo parecía normal mientras estaba en la escuela, allá no lloraba. Pero al día siguiente, el mismo recital llorando “no quiero ir a la escuela”. Desgastante.
Tercero de kínder fue diferente, estaba siempre muy contento y por lo menos por ese lado, no volvimos a tener una situación similar. El tiempo que los niños pasaban en la escuela, voy a calificarlo como “bien”. Ellos estaban felices. Lo difícil venía siempre en las tardes, cuando luego de pasar 6 horas en clases, o a veces 8 los días de academias, llegaban exhaustos a casa a comer, y debían sentarse otra hora o 2 o 3 a hacer tarea o algún proyecto.
Casi siempre a regañadientes, muchas veces con el recado de trabajo extra del segundo hijo porque no terminó en clase, y en casa obviamente tampoco quería sentarse a trabajar, querían estar afuera jugando, y ¿quién los puede culpar? La tarde se les iba como agua, al poco tiempo se metía el sol y venía el ritual del baño, la cena y a dormir temprano para descansar y que al día siguiente estuvieran frescos para ir a la escuela.
Al mismo tiempo en que todo esto sucedía, yo amamantaba y cambiaba pañales a mi cuarto hijo, en medio del caos, de los gritos cada tarde, no había televisión y por supuesto estaban prohibidas las piñatas, salidas y eventos entre semana, es que ¿a qué hora? Cada vez que “me daba permiso” de salir y llevarlos a ese compromiso en lunes, martes o miércoles que no me podía negar, llegábamos a casa a terminar tareas pendientes, se dormían tarde y el día siguiente iniciaba con esos gritos y correderas matutinas porque no completaron de sueño y no se querían levantar. ¿Les parece agotador?
Hace un año y medio le dije a mi esposo: –Ansío el día en que el cuarto hijo se vaya al kínder para poder respirar, cuando menos la mañana tenerla para mí, en silencio y en paz.
Hace 6 meses le dije: -Quiero tenerlos aquí, 24 horas seguidas y disfrutarlos a los 4.
¿Quieres saber qué cambió? ¿Dónde se rompió ese hilo? … te lo cuento en la segunda parte.