PARTE III
Por Elena Hernández
Cuando comprendí que, para mí, la escuela no representaba ya mis intereses, sino que me alejaba de ellos, empecé una larga investigación sobre un concepto que jamás había escuchado: “Homeschool”. Lo primero que llegó a mis manos fue un libro que me regaló mi hermana que se llama RADICAL UNSCHOOLING, de Dayna Martin, una completa revelación para mí, y parecía casi como una filosofía opuesta a lo que yo siempre creí.
Conforme fui adentrándome en esta desconocida corriente, descubrí también que había algo en ella que yo instintivamente reflejaba y provenía en gran parte en la forma en que viví mi infancia.
Mis recuerdos están llenos de libros, que no leí, salvo aquellos en los que encontré interés a lo largo de mi vida, nunca por obligación, a excepción del libro de etimología, que en preparatoria mi padre se empeñó en que estudiara. El resto era literatura disponible y siempre al alcance. Había también un telescopio y largas pláticas sobre las constelaciones, los planetas, el universo en expansión, y el recuerdo inolvidable junto a mi padre a mis 5 años de edad, observando el Cometa Halley en 1986.
Los desafíos siempre puestos sobre la mesa, él nos incitaba a pensar, a ver más allá, nos construyó unos lentes especiales para mirar los eclipses, los astros siempre nos acompañaban casi en todas las conversaciones. Construyó para nosotros un caleidoscopio, y hasta hoy es el instrumento más maravilloso que he conocido. Estoy segura que muchos niños nunca han tenido uno en sus manos. Teníamos libertad para treparnos a los árboles, a la azotea, inventar juegos, construir guaridas, explorar y jugar toda la tarde.
Tuve casi toda mi educación académica en escuela pública, pero siempre enriquecida enormemente por lo que tenía en casa. Hasta ahora me hice consciente de eso, y fue uno de los factores principales en convencerme de este camino diferente. Mientras más leía sobre este concepto de educación en casa, más me llenaba de euforia, emoción y más segura me sentía de ello para llevarlo a cabo.
Tener la libertad de educar sin límite a mis hijos, bajo sus propios intereses, tanto como ellos quieran, sin forzarlos a alcanzar el nivel estandarizado, ni frenarlos si van más adelante, al ritmo de cada uno, sin conceptos ni temas innecesarios para memorizar, donde su curiosidad sea su motor y tampoco haya tareas forzadas ni horarios. Sin duda, un gran reto para nosotros.
Mi contrapeso vino cuando le planteo la idea a mi compañero de vida, mi esposo, mi muñeco, y me paró en seco con un crudo: No vas a poder con ellos. Y saben qué, le creí. Detuve esta idea y la dejé de lado. Supuse que tenía razón, hace poco tiempo le había dicho que estaba cansada de los hijos, que ya quería que Romelito, el bebé, se fuera al kínder para poder descansar un poco, tener la mañana para mí, tomarme algún curso, un taller o simplemente retomar mi profesión y llevar a cabo algún proyecto profesional, además de depilarme más seguido, bañarme a mis anchas, hacerme las uñas y peinarme. Así que no lo culpo por pensar eso.
Seguimos adelante con lo que veníamos haciendo, misma escuela, misma actitud de “relajada, me vale” e iniciamos un ciclo más. Colegiaturas, pagos de inscripción, de libros, cuotas, forradera de cuadernos, etiquetas, rutina diaria, decidí que este año no habría academias a manera de tener más tiempo libre por las tardes para jugar, ensuciarse y ser niños, y de pronto el mundo cambió. Una pandemia amenazó a la humanidad y todos fuimos enviados a casa.
De un día para otro, los tuve ahí sentaditos en la mesa trabajando juntos, bajo el programa de la escuela, que claramente no fue el mejor, de ninguna escuela, sin duda, una modalidad a la que nadie estaba acostumbrado, ensayando una forma y otra para sacar a flote el resto del ciclo escolar. Y entonces tuve una revelación más y fue darme cuenta de la deficiencia académica y de los huecos que existían en este sistema educativo que cambia sin pies ni cabeza, aumenta, reduce, quita y pone temas sin ningún sentido crítico, y que sí, hay que decirlo, nos cuesta trabajo seguirles el hilo cuando en unos grados llevan un método y en otros otro y al final cuando se supone que deben tener cierto nivel, no lo tienen.
Maestros sin vocación, otros enseñando de forma equivocada los conceptos o los temas. Y nosotros, los padres, entrándole al quite en medio de esta batalla entre los niños forzados a trabajar por largas jornadas y los maestros sin el verdadero sentido de cómo mantenerlos interesados y de transmitir sus conocimientos a distancia. Estoy segura que no fui la única en la que todo esto causó estragos. Entonces aquella idea loca del homeschool hacía efervescencia en mi cabeza nuevamente. A mi esposo, dicha idea ya no le parecía tan loca. Comenzó a considerarla, tenía claro que la escuela no estaba funcionando, que necesitábamos eso diferente, y que éste talvez, era el mejor momento de “probar”. Me conmovió y emocionó tanto. Él no daba crédito a lo que ahora yo le planteaba, el decirle que estaba segura que los quería aquí en casa a los cuatro, que deseaba tomar las riendas de su educación y que eso me llenaba de ilusión, creo que no se lo esperaba. Debió verme tan segura y decidida que no pudo decirme que no. El primer paso, ya estaba dado.
Voy a contarles luego, poco a poco como ha sido nuestro día a día en este nuevo estilo de vida, toda una aventura, una gran decisión, que, como todo, lleva su proceso de adaptación y ajustes, en el cual aún me encuentro explorando las opciones.