Por Dona Wiseman
Cuando te metes a una casita así nunca es lo que parece. Se abre por dentro hacia arriba, hacia abajo y hacia los lados. Descubres pasillos secretos y puertas casi inaccesibles. Hay compuertas por las cuales cabes contra todo pronóstico. Existen espacios amplios llenos de magia y recovecos pequeños y cálidos que abrazan y reconfortan. Los estilos y colores se adaptan a cada vuelta. El interior, como tu corazón, no tiene fin. Encontrarás recuerdos de tus abuelas y de sus abuelas. Descubrirás armarios llenos de vestuarios y accesorios que serían codiciados por los amantes del estilo “vintage” y por vestuaristas de teatro. Los libreros sostienen cuentos que leíste de niña, juntos a las novelas que leía tu madre. Las páginas están frescas y los separadores mantienen vivas a las lectoras. No hay más personas en la casa, solo tus recuerdos; los que tienes activos y los que ya habían quedado en lo que parecía olvido. No se olvidan nunca. Hay épocas tras años representados en la casita. El estilo de cada cuarto es una historia, capítulos algunos que viven solo en el recuerdo ancestral, en el ADN colectivo de tus antepasados.
En mi casita, mis casitas, tantas que he visitado, he encontrado escaleras misteriosas y cocinas activas a las que jamás he entrado. He tocado tapetitos de buró tejidos y visto como una cortina traslúcida se mueve con un soplo de aire. Me he asomado a cajones entreabiertos para encontrar un collar de perlas. Me he medido sacos de piel y suéteres con botones con pedrería. He recibido instrucciones. “Ama a quien yo he amado.” “Los papeles están dentro de la portada de tu libro.”
Si encuentras una casita así, tendrás la necesidad de salir muchas veces para comprobar que la casita que viste al llegar no es una ilusión, como tampoco lo es su extensión interior. No hay límites ni en el interior ni al exterior. Y, al final de tu aventura, despertarás reconociéndote en cada rincón.