Por Miriam Valdez Sáenz
Admiro a las mujeres que continúan con una vida profesional a la par que con la maternidad y el trabajo de llevar una casa, bajo la circunstancia que sea. Admiro la carga y las jornadas triples que llevan, porque siendo sinceros, el hogar, la educación y la crianza de los hijos, la mayoría de las veces y en un gran porcentaje, recae en la mujer, aunque la pareja “te ayude”, aunque sea para dar órdenes a la servidumbre, mantener la alacena llena, o estar involucrada en todas y cada una de las actividades de los hijos.
Cuando decidí formar una vida en pareja, estaba en un gran momento profesionalmente hablando. Sabía que probablemente los hijos vendrían, pero jamás imaginé que tan pronto y cuando esa remota idea cruzaba por mi cabeza, soluciones venían a mi mente: nanas, mamá, suegra y guarderías que llenarían el hueco que se me hacía en el estómago… Todo estaría resuelto, yo seguiría con mi vida profesional, no estaba dispuesta a renunciar a mis logros, ni a mi independencia económica… Menos sabiendo que el matrimonio hoy en día es tan frágil y que el día menos pensado te encuentras sola, llena de chamacos y partiéndote para salir adelante. Los hijos podrían esperar, ya sea a llegar, o esperar por mí una vez arribados.
Hizo su aparición mi primer hijo a mis 31 años, ahí estaba parada frente a la prueba de embarazo, la cual veía una y otra vez como quinceañera incrédula que metió la pata. ¡Qué fuerte! Cuántos temores me atacaron, aún sabiéndome estable en todos los sentidos. Tener que dejar a un lado mi ritmo por 9 meses (aún no entendía que el cambio sería permanente). Tenía que dejar a un lado esa vida: retos laborales, estrés, cigarro, fiestas, desveladas, viajes, mal comer, libertad de hacer, de ir y venir. En fin, tenía que dejar a un lado mi vida. No me asustaba decírselo a mi marido, ¡me aterrorizaba decírselo a mi jefe! Habían “invertido en mí”, habían creído en mí, me habían dado una oportunidad y yo salía con esto…No es ficción, así lo viví. Supongo que muchas mujeres sintieron lo mismo, o han sentido que los hijos son un “impedimento” para desarrollarse en medio de un mundo en donde predomina el hombre y su poder ir a trabajar tranquilamente, aún siendo padres, sin sentir (ni vivir) ni una pizca de lo que estoy diciendo.
Entiendo que esa es la vida de muchas mujeres, y no la estoy criticando, al contrario, la admiro profundamente y me quito el sombrero, porque lo viví en carne propia y sé de primera mano los pedazos de alma que se van dejado en el camino, sé el cansancio que se carga encima, sé el remordimiento que viene constantemente, sé el dolor que causa perderte pequeños momentos, verlo llorar al separarse de ti, lo injusto que piensan, muy en el fondo, que es nuestra “condición de mujer trabajadora y debemos asumirla”.
Finalmente pude encontrar el equilibrio y fui completamente honesta conmigo misma, estableciendo mis prioridades. Yo elegí dejar de trabajar jornadas diarias de ocho horas en una empresa, dejé de tener un ingreso seguro, dejé a un lado una carrera “exitosa”… Fui altamente criticada, sigo escuchando frases como “tanto estudiar, para acabar de ama de casa”, “¿dónde quedó la mujer independiente?”, etc. Pero eso es lo de menos. Encontré la forma de seguir produciendo, creando y saberme valiosa. Tuve el valor de decidir dónde quería estar y lo que eso representaba, con todas las consecuencias que eso implica.
Eso es a donde quiero llegar: tú mujer, estés en la trinchera en la que estés, hazte un favor, elige estar donde quieres estar. Siempre hay opción, estés casada o no, seas madre o no, seas profesionista o no, tengas estudios o no. A donde vayas y en donde decidas plantarte, hazlo consciente, sin temor a lo que vendrá, sin temor al qué dirán. Quizás te equivoques, pero te diste la oportunidad de decidir. Pero no cargues más con culpas y responsabilidades que no quieras cargar. La decisión es y debe ser solamente tuya.