Por Miriam Valdez
Siempre supe que serías un gran padre. Lo supe desde que te vi interactuar con mis sobrinos cuando éramos novios, con esa alegría que te caracteriza, con esa alma de niño que forma parte de tus grandes cualidades, con esa energía que te alcanza en el día, con esas ganas de vivir que tienes.
Lo supe al ver cuánto te dolían las situaciones y circunstancias de los niños vulnerables, allá cuando Dios se encargó de cruzar nuestros caminos para ayudar a quienes nos necesitaban así, genuina y desinteresadamente.
Supe que serías un gran padre cuando decías que querías formar una familia conmigo, al ver cómo se te iluminaba el rostro tan sólo de soñarlo. Lo supe cuando, sin haber sido padre, tomaste la iniciativa de hacerte cargo de proveer los pañales de esa otra chaparrita -que es un tanto nuestra- y de cómo has formado parte de su vida estando siempre presente.
Lo supe al ver cómo te emocionaste con la anunciación de nuestros tres hijos. Al ser testigo de cómo en los embarazos asististe conmigo a todas y cada una de las consultas con el médico, cómo me consentías con devoción profunda, cumpliendo mis caprichos y soportando estoicamente mis estados de ánimo.
Lo supe al despertarte y actuar rápidamente cuando venían los calambres de piernas nocturnos, aún con el sueño profundo que te caracteriza, después de aquél primero que me dio a media noche donde te limitaste a decir semidormido “agárrate la punta de los pies” y lloré amargamente por no alcanzármelos con tremenda panza.
Siempre supe que serías un gran padre al prepararte junto conmigo, al decorar la habitación, al hacer caso de todas mis ocurrencias, al darme la tranquilidad y paz que necesité un montón de veces, al abogar por mí ante el repartidor de servicio a domicilio que olvidó traer mi espagueti estando embarazada y tuviste que improvisar uno.
Lo sabía y no me equivoqué. Has cuidado a cada uno de tus hijos con una entrega y un amor paternal que yo desconocía (o que no se “usaba” en nuestros tiempos): siempre presente, en la crianza, en las noches, aún cuando sólo estabas despierto ahí por solidaridad, en cada enfermedad, siendo ese papá que toma el teléfono para hablarle a la pediatra cuando algún hijo está enfermo, en cada festival, en los partidos o situaciones importantes, en cada cumpleaños, jugando con ellos como un niño, pero sobre todo, en su formación diaria. Con esa ecuanimidad, sencillez, simpleza y autenticidad que te caracterizan, que para mí es el espejo en el que mis hijos se ven y me llena de satisfacción.
Y finalmente, constaté que eras un gran padre cuando sabías la necesidad imperante que tenía de criar a mis hijos al 100% y me dijiste: “Yo veré como le hago, deja tu trabajo si así lo deseas y cuentas conmigo.” Y así ha sido en los últimos once años, sintiéndome siempre arropada, protegida, segura.
Educar y formar a nuestros hijos ha sido una tarea relativamente sencilla, porque eres esa contraparte que necesito, donde hay refugio a mis emociones desbordantes, donde hay estabilidad permanente, donde hay reconocimiento absoluto a mis decisiones de madre -aún cuando me he equivocado mil veces- donde tu mayor enseñanza ha sido: “tú eres la madre, sigue tu instinto y no te juzgues tan severamente.”
Dicen que al marido no hay que presumirlo, no escribo estas líneas tratando de ensalzarte, las escribo porque es lo mejor que sé hacer para agradecerte, las escribo con toda mi humildad, con un profundo reconocimiento por estar conmigo, hombro a hombro, formando, educando, criando, pero sobre todo, amando a nuestros hijos.