Por Clara F. Zapata Tarrés
Gracias Marina, por el oleaje…
Ahí está la plaza. La plaza en la que viví momentos de autonomía por primera vez. Sola, caminante, observadora, paseando bajo jacarandas y banquetas grandes, espaciosas. Libre. Dos veces por semana metiéndome a una casa vieja con olor a batik, con mi maestro de pintura que me dejaba crear a mis anchas. Creamos flores, muertos, frutas. Ahí aprendí de mi propio cuerpo al mirar a la modelo o el modelo que lograba quedarse inmóvil hasta el desmayo para que nosotros pintáramos cada uno de sus rincones imperfectos. Tan perfectos para el carboncillo que se resbalaba en mis dedos. Aprendí a mirar los objetos y las formas al revés, de otra manera y mirar más allá, dejando que desapareciera la línea recta para imaginar a través de los pechos, las nalgas, los penes, los pubis, las piernas, los pies y las siluetas de cada arruga del rostro, realidades del país de las maravillas. La naturaleza. Aprendí a perderme en ese segundo piso, fumando y siendo yo en cada trazo de libertad.
Salía fresca, renovada, flotando para seguir dando pisadas en esa enorme plaza con una iglesia enorme y majestuosa. De pronto entraba. No era el vínculo religioso el que me llamaba. Más bien el silencio. Me sentaba unos instantes a continuar con la meditación que había comenzado al oler los oleos, el aceite y el aguarras. Flotando. Flotando.
Luego nunca faltaban los sonidos de los pregoneros, los camotes, las quesadillas, a veces los alegres gritos de algún vendedor de frutas del mercado. Llegaba a tomar café en una banca y simplemente seguía mirando a la gente pasar para desconcentrarme un poco.
Y aterrizaba ya al llegar a casa.
Coyoacán ha sido de esos lugares significativos en mi vida. Podía ser yo y disfrutaba de esa soledad tan consciente.
Hoy estoy siempre acompañada de mis dos hijas. Disfruto de sus risas, su creatividad. Sufro porque están metidas entre cuatro paredes y porque no tienen la culpa de llevar dos años con la angustia de pensar que el mundo es distinto al que imaginaban y porque no están pudiendo experimentar.
Hoy hablé con una amiga. Con una amiga de Coyoacán. Tan chilanga, tan cercana que me recuerda esos paseos. Con la mirada bien profunda y la escucha permanente, alegre y tan amada. Logré por un momento dejar de pensar tanto y sentir mucho. Logré dejar que la pantalla de la computadora y las letras “ZOOM” desaparecieran por unas horas. Logré dejar de pensar que tomar café en la banca de Coyoacán junto a una amiga era un ideal, el sarcasmo de la pandemia, la soledad mirándome de frente. Ahí estaba. Acompañada desde el corazón, abriendo el alma y olvidando un poco el terror de la enfermedad que ronda mi cabeza desde hace mucho tiempo, desde hace dos años. Ahí estaba. Marina, Mar. Con sus olas, dejando que las palabras salieran como revuelcos de sal. Dejando que la sal llenara los remolinos de espuma.
Claro que sigo soñando con Coyoacán después de las 6 de la tarde en esos noventas, sin gente, con la plaza vacía y el agua de los coyotes acariciando mis pisadas. ¿Tendré que acostumbrarme? ¿Tendré que conformarme con los dos cuadritos de la reunión virtual? ¿El cubrebocas tapando la emoción de la sonrisa; tapando el suspiro de la nostalgia? Había negado esa sensación de libertad por muchos meses porque temía tener este sentimiento que ahora me avasalla, me rebasa y me constriñe y apachurra el corazón. Intentemos reinventar. Intentaré intentarlo.