Por Miriam Valdez
Hace tiempo no se me llenaban los ojos de lágrimas con algún logro de mis hijos. Recuerdo cuando escuché hablar por primera vez a mis sobrinos, no pude evitar soltar una lagrimilla; tampoco cuando me entregaron ese primer dibujo con su nombre escrito. Sin embargo, con mis hijos esos detalles ya no tenían ese impacto, porque vi la evolución de ese proceso y de alguna manera formé parte del mismo.
Estoy segura que muchos ansiamos el regreso a clases presencial, una vez más, llenos de incertidumbre, de anhelos, de miedo, de esperanza…en fin, la lista de sentimientos encontrados puede ser grande y variada.
Intentamos estar relajados, pero en el fondo no lo estamos del todo. Existe esa ansiedad por un sinfín de cosas que tratamos de manejar. No podemos evitar el temor de que nuestros hijos vayan a estar preparados académicamente lo suficiente, y aunque es un tema que se nos han venido machacando desde que inició la pandemia, de que no es lo más importante, ni trascendente, esa cosquillita está ahí latente.
Mis hijos varones, mayores que mi niña, estudiaron preescolar en un colegio en donde salir escribiendo y leyendo en 3° de kínder, no era el objetivo, mucho menos mandatorio. Al contrario, hacían mucho énfasis en que jugaran y reforzaran la motricidad fina y gruesa, para entonces lograr de manera natural el siguiente gran paso.
A mi hijo mayor, lo encontré leyendo a escondidas en 3° de kínder y se enojó por haberlo descubierto, ya que era “un secreto muy íntimo”; de escribir, ni hablemos, tenía un trazo hermoso desde muy pequeño. Mi segundo hijo entró de cinco años a primaria sabiendo leer y escribir perfectamente, algo que como bien decía el colegio, se dio natural; él siempre ha sido maduro, adelantado y precoz para su edad, supongo por la diferencia tan pequeña de edad con el primogénito.
Como madre, no puedes evitar las comparaciones entre tus hijos, menos cuando ya tienes un camino andado. Y pues con mi pequeña no fue la excepción. Durante toda la pandemia mi preocupación fue que siguiera una rutina en casa y que fuera muy libre para el trabajo, aún sabiendo en el fondo del posible “rezago” que podía estar teniendo académicamente hablando, más siendo de las mayores de su grado. Hacerla que se sentara para trabajar en alguna plana o trazo, era una batalla. Sus intereses siempre han sido físicos y artísticos: bailar, interpretar, actuar, leer cuentos, hacer ejercicio, etc. Ahora sí que las manualidades nunca han sido mucho de su interés, menos su fuerte. Pero jamás se lo exigimos en casa, es más, ni se lo insinuamos siquiera. Dejamos que fluyera. Era más importante el desarrollo social, del cual también se había privado durante esta pandemia.
Acaba de ingresar a su último año de preescolar y aún con ese pensamiento oculto de que le falta un buen tramo, ayer me sorprendió en la mañana cuando me dijo: quiero escribir mi nombre en cursiva. ¿Me ayudas? Se sentó y prestó mucha atención al proceso, ya con algo de noción, y después de cuatro intentos fallidos, para mi sorpresa -y la suya propia-logró escribir perfectamente su nombre.
Quisiera expresarles el júbilo en sus ojos, un grito de emoción, seguido de aplausos, brinquitos en el aire, que concluyó en un gran abrazo, salieron espontáneamente de ella. Para ese momento, mis ojos eran agua…
Pequeños grandes logros que cada hijo va teniendo a su ritmo, al que cada padre nos vamos adaptando, aun con el corazón apachurrado o angustiado tantas veces, y que cuando los alcanzan, nos llenan de aquello que se conoce como orgullo y satisfacción.
Como bien dicen, los hijos son como los dedos de la mano… jamás serán iguales, ni tendrán los mismos talentos, destrezas, habilidades, ni logros. Cada uno a su ritmo, cada uno tan único, especial e irrepetible. Cada uno nos dará tremendas lecciones de vida…y más, en medio de una pandemia.