Por Miriam Valdez
Cuando era niña, mi madre sólo nos permitía abrir una caja de cereal a la vez, se tenía que terminar una, para abrir otra. Además, había que lidiar con la idea de lo que se decidió comprar, no con lo que te hubiera gustado, y entre cuatro hermanas, las opciones de salir victoriosa eran justamente del 25%… Juré que cuando tuviera mi casa, cuando viviera sola, cuando tuviera hijos, esa alacena estaría llena de cereales de todos los sabores y se abrirían todos al mismo tiempo.
Al día de hoy, a mis pobres hijos (a los ojos justamente de mi madre) les ha tocado un tanto mi locura y radicalidad: nada de cereales chatarra, más que en vacaciones; todo porque se me ocurrió ir, cuando mis primeros dos hijos eran bebés, a una conferencia de nutrición donde nos dijeron que todo lo que comíamos, era nocivo. Después de tanto bombardeo en ese tema, en donde hasta la leche salió la villana del cuento, decidí el muy famoso “ni muy muy, ni tan tan”.
Y sí, me convertí en toda una madre del ENE-O, como tantas otras. Mi suegra cuenta que le decía a mi esposo “eres el niño del cómprame” a lo que él contestaba “y tú la mamá del no hay”.
En mi experiencia como madre, es un constante reflexionar en esta delgada línea de que tengan todo, a que tengan carencias. Estoy segura que todos hemos dado algo extra para que nuestros hijos tengan o vivan experiencias que desean, que hemos caído en acceder a tener algún juguete o dispositivo que han anhelado, pero que también decimos NO constantemente, aunque eso implique berrinches en los lugares menos esperados y con la gente menos indicada (como los abuelos), además de miles de puntos menos para ti en su lista de afectos momentáneos.
Por otro lado, nos han vendido también que hay que crear abundancia y dejar de tener pensamientos de carencia. “¿Por qué algunas personas consiguen lo que se proponen y otras no? Algunas personas materializan todo aquello que desean sin esfuerzo; otras parecen condenadas a una vida de resignación y sufrimiento (Sergio Fernández, Vivir en Abundancia).
¿Les estoy dando mucho, o poco? ¿Los estoy chiflando? ¿Les estoy formando una conciencia? ¿Les estoy fomentando carencia o abundancia? ¿Estoy arrastrando mis vivencias para darles lo que no tuve o estoy siguiendo patrones limitantes? Etc. Y si lo ves desde el punto de vista de los expertos, unos te dirán que hay que limitar y restringir, otros que no fomentes conductas de carencia, sino de gratitud y por ende, de abundancia; otros más, que inculques en tus hijos la idea de lograr absolutamente todo lo que se proponen. Otra vez: “ni muy muy, ni tan tan”.
Mi hija de seis años lleva dos días intentando que le compre unos bloques gigantes que vio en Youtube. Ya he utilizado varios recursos: hacerle ver que no es necesario, que es para una ocasión especial, que sí hay dinero pero tenemos otras prioridades, que ENE-O y punto, etc. Y ella ha utilizado sus artimañas a la vez: rogar, llorar, despotricar que soy una mala madre, intentar convencerme que son geniales, pedirle al abuelo que se los compre (sabe que es probable obtenerlos de esta forma), hasta querer vender galletas para ganar dinero.
Yo solo tengo claro algo: hoy quiere los bloques y mañana, segura estoy que se le olvidarán. Es parte de su formación frustrarse, esforzarse por lograr algo y hasta buscar tener la madurez para ir entendiendo que de este mundo, nada te llevas, y que las satisfacciones materiales son efímeras si no cultivas el temple.
Ni modo, que llore, al cabo, como diría mi abuela: “no lloran sangre… sólo se necesita estómago para aguantar”.