Por Elena Hernández
Creo que fue antier, la última vez que me perdí. Que sentí un vacío, como si se apagara la luz, dejé de visualizar el camino, había niebla delante de mí, sentí frío, incertidumbre, me invadió un sentimiento de angustia y de miedo, comenzaron mis manos a sudar, casi no podía respirar, sentí mi pecho presionado y el corazón latiendo más allá de lo habitual.
Me sentí ansiosa, sin saber donde estaba o a dónde me dirigía. Estaba ahí, con mi pensamiento en aquel lugar desierto y lejano en algún rincón de mi mente, mientras meneaba la sopa frente a la estufa. De pronto el sonido del timbre me hizo volver, era un paquete para “El muñeco”. Corrí a recibirlo, firmé, el repartidor dijo algunas palabras amables, sonreí y cerré la puerta. Seguí caminando en letargo. Los minutos transcurrieron, un día y otro día y yo, ajena, como atravesando en forma de cameo la película de mi vida, pasaron dos días, hasta el día de hoy que estoy escribiendo estas líneas.
De pronto me parece que no hago nada, vuelvo a cuestionarme si soy o no una persona productiva, que desperdicio mi tiempo en lavar la ropa y los trastes de la cocina, pierdo de vez en cuando el encanto de inventar algún nuevo platillo y recurro a los que preparo con ojos cerrados, el cortadillo con arroz y frijoles, delicioso pero aburrido. Y cambio las sábanas, y muevo los muebles, y reorganizo la alacena y limpio a detalle los cajones. Y de pronto ¡las 2pm! Hay que ir por los hijos a la escuela, porque … ¿recuerdan? Que ya volvimos a la escuela. Y al poco tiempo ese trayecto se torna brillante, el sol parece acariciar mi brazo que descansa en la ventana de mi auto, me pongo esos lentes de sol que me encantan y me costaron $49 pesos, y bajo los vidrios para que mi cabello vuele y me siento como en un sueño.
Cuando se suben con esa sonrisa que se vuelve carcajada, ese cotorreo interminable, las anécdotas de su día, que incluyen a sus amigos y a sus maestras, o un balón, o algún raspón, o cosas tan interesantes como unas piedras raras o una playera llena de lodo o la cara manchada con pintura. Sus voces alegres y abrumadores gritos me hacen pensar que estoy loca, que no cambiaría nada por estar donde estoy y tener lo que tengo, que bastante trabajo es la crianza de los hijos, escuchar cómo se expresan, lo que piensan, lo que preguntan, vale todo la pena, que no debería perderme en ese lugar vacío de mi mente en el que no soy nada, porque en el aquí y ahora lo soy todo para ellos: su mundo entero, su guía, su refugio, su confidente, su doctora, su maestra, su chef, su amiga, su madre, su más grande amor y eso no lo cambiaría por nada.