Por Dona Wiseman
Escribí esta fábula hace ya algunos años. En estos días pasado me acordé de ella. La vuelvo a compartir.
En el zaguán de mi abuela hay muchas plantas. Helechos, julietas, lengua de suegra, violetas, palo de Brasil, planta araña, sábila. De niña pasé mucho tiempo en ese zaguán, observando las plantas, conociéndolas. ¿Sabes algo? Cada planta tiene su propia personalidad.
Una de las cosas que más me gustaba era ver cómo brotaban las plantas pequeñas, “hijas” de las plantas de mi abuela.
La planta araña es interesante, por ejemplo. Ella mantiene a sus hijitas cerca. Salen las hijas y ella las mantiene como parte de ella misma. Serán parte de la planta principal a menos de que alguien venga y las corte para sembrarlos por aparte. La mamá las cuida, las alimenta. Las plantitas chiquitas están allí colgadas de la mamá, sin tener que hacer nada por ellas mismas. Cuidaditas, cercanas. Me imagino que cuando yo tomaba alguna de las plantas pequeñas para trasladarlas a mi casa, la planta madre pensaba, “Ya verás, esas plantitas son mías, no crecerán donde tú las pones. Ni creas que podrán crecer sin mí.” Y efectivamente, algunas no sobrevivían. Quizás extrañaban mucho a la madre.
Las julietas son distintas. Sus hijitas brotan de su tallo. En la casa de mi abuela las julietas crecían largas y más largas y las pequeñas plantas brotaban a lo largo de su tallo. Mi abuelo ayudaba a mi abuela a poner clavos muy grandes en el contorno de los arcos del zaguán (eran 4) para que ella enredara los tallos de las julietas en esos clavos y así atravesaran el zaguán completo. Lo que me llamaba la atención era que conforme salían hijitas de los tallos de las julietas, ellas, las plantas madre, se iban viendo afectadas. En su tallo dejaba de haber hojas. Muchas hojas antiguas se caían y no salían nuevas hojas directamente de la planta madre, solo de las hijitas. Tal parecía que la planta original perdía fuerza para darle esa fuerza a las plantas nuevas. Y la única manera de darle fuerza nuevamente a la planta original era quitándole plantas pequeñas y nuevas para trasplantarlas en otras macetas, dejando así que la madre respirara un poco y se fortaleciera. Aun así, a veces había que podarla para que surgiera de nuevo, o bien para reproducirla desde recortes. A veces no sobrevivía al proceso. Quizá se moría de tristeza o de haber dado demasiado. Interesante como las julietas dan vida a las plantas pequeñas, sacrificándose ellas en el proceso.
En la orilla del zaguán, donde da el sol casi todo el día, estaban las sábilas. Ellas sí son especiales. ¡Sirven para todo! Se usan para quemaduras, acné, dolores musculares, ampollas. Se licúan para ayudar a curar gastritis y un sinfín de otros padecimientos. Son plantas fuertes. Le podemos quitar muchas hojas y sobreviven sin problema. Tienen flores grandes y vistosas que alimentan a los colibríes, tantísimos colibríes multicolores que se reúnen entorno a las sábilas y sus flores, y de las hijitas de las sábilas y de sus flores, ya que las hijitas crecen juntitas a la planta madre y se ponen fuertes como ellas, echando flores iguales de grandes y llamativas. Las sábilas son madres activas que se dedican a servir de adorno, para propósitos medicinales y para alimento de abejas y colibríes, todo mientras paren hijas que crecen a su lado, formándose activamente a la sombra de sus madres. En el zaguán de mi abuela observé muchas plantas. Ahora me doy cuenta de que yo, como madre, me parezco a una de esas plantas. Como madre me porto como esa planta. Y mi madre se parecía a otra de ellas. ¿Y tú, a cuál de estas plantas te pareces? ¿Cómo eres con tus hijos? ¿Te has observado?