Por Clara F. Zapata Tarrés
Conforme vamos creciendo, el asombro va encontrando algunas sombras que desgraciadamente se vuelven muy obscuras y lo vamos olvidando. En cambio, justo cuando nacemos, hasta el canto de un pájaro, la mirada de nuestra madre, el vuelo de una mosca o el ruido de la lluvia nos parece la novedad más absoluta y el asombro se torna luminoso. Recuerdo que una vez la maestra de mi hija me contó que un niño de su clase jugaba muy contento y asombrado con algo en la mesa. ¡Era un piojo! Podrá sonar gracioso pero esa mirada era la representación total del asombro, sin juicios de valor, sin prejuicios, sin ideas preconcebidas sobre lo que podría significar ese ínfimo animal.
Cuando vemos a un adulto comportarse así, asombrado, nos parece loco, nos parece que rompe las normas sociales y en general, es complicado dejarnos llevar por aquella magia que tanto nos sorprende en las infancias. Mirar a un adulto sentado en el suelo, gateando, haciendo ruidos de animales por ejemplo, o haciendo ruidos de bebé puede verse hasta ridículo hoy. Observar a un adulto bailar en la calle, cantar a todo volumen, o hasta decir lo que realmente piensa sobre algo es extraño y se mira mal… Imagina a un adulto jugando con un piojo. ¿Qué piensas?
Nos ha llegado a dar vergüenza o incluso “pena ajena”. Y entonces asombrarse resulta negativo cuando en realidad es el descubrimiento de lo que quizás vale la pena de la vida. En la tierna niñez, poco a poco el asombro se transforma y podemos ver la mirada de 10 u 11 años descubriendo algunas violencias que se asoman cuando se va terminando esa gran etapa de fantasía, imaginación, estupefacción y admiración. Incluso, llegamos a “voltear los ojos” cuando una persona de esa edad se sorprende por cosas “tan sencillas”. Incluso, le decimos “¡Ya estás grande para hacer, pensar o actuar de esta manera!”. Y despacito, sin darnos cuenta acallamos y enterramos el asombro de lo cotidiano.
Durante el embarazo vivimos en nuestra bolsa y comenzamos a escuchar sonidos del interior del cuerpo de nuestra mamá. Estos sonidos están filtrados por el agua que nos rodea. Me imagino que parecieran los cantos de las ballenas o las burbujas que se oyen, despacio, cuando nos metemos debajo del agua en una piscina. Glup, glup… Ahí no comienza el asombro porque vamos conociendo bien pausadamente nuestro alrededor. Sin embargo, a pesar de que podemos tener un nacimiento tranquilo lo que sucede al romperse esa bolsa mágica, es inaudito. Es el asombro total. Nos deslumbramos por la luz pero también por el sonido que ahora es fuerte y claro. Luego, descubrimos, a través del abrazo, que existen los pechos de nuestra madre y que son capaces de alimentarnos pero más aún, que basta una mirada de complicidad, una tierna caricia y un par de succiones para sentir el asombro del amor. Nuestros dedos palpan los brazos, nuestros ojos se encuentran, nuestro cuerpo se mece y genuinamente va aprendiendo.
Luego descubrimos las maravillas de los colores de cada alimento: verde de brócoli, rojo de fresa, rosa de pitahaya yucateca; y los sabores del aguacate, melón, sandía, frambuesa…. Vamos también agarrando todo lo que nos encontramos en el suelo: una cochinilla que se convierte en pelota; una lombriz que se entierra y se menea, un caracol que sube y baja sus antenas después de la lluvia, el sonido del pájaro carpintero en el árbol de nuestro jardín, el vuelo de un colibrí chupando una flor y saludándonos, el cacareo de una gallina, los patos persiguiendo a su mamá, un gato correteando un ratón… Infinidad de cosas simples. Y de nuevo, los adultos nos acostumbramos y dejamos pasar estos momentos.
Pero ¿qué hacer? ¿Quedarnos inmóviles y aceptar la muerte del asombro? ¿Aburrirnos?
De ninguna manera. Tenemos la gigante posibilidad de crear entornos del imaginario que nos permitan soltarnos para recuperar esos ojos. Podemos darnos el permiso de mirar una naturaleza que nos sorprende con la mirada ingenua, genuina y sin tantos filtros: una azucena que se asoma los días cercanos a la semana santa; la literalidad de la comprensión y del lenguaje de las infancias; abrazar el arte y la música así como bailar sin tapujos. Libres al fin, divertidos y recuperando la vulnerabilidad que se nos pone enfrente. Abracemos el asombro. Podemos empezar hoy, que nos visita la primavera.