Por Ana Celia Aguirre
Todo parecía como una mañana cualquiera. El aroma del café y el pan tostado llenaban la casa, y el ruido de la licuadora anunciaba la siempre agitada rutina matutina: Correr para no llegar tarde a la escuela de mis hijos, peinar cabellos alborotados y caras somnolientas; así comenzaba mi día
Despedí a mis hijos y les entregué sus loncheras y termos, observándolos partir hacia la escuela con su papá. Una de mis hijas que estudia la prepa bajó corriendo por las escaleras con sus rizos que le vuelan cuando corre dejando a su paso un ligero aroma a su perfume favorito, tomó su licuado y se apresuró a decirme adiós para irse caminando a su escuela. Le grité desde la cocina que tuviera cuidado al cruzar la calle, y ella, con sus auriculares puestos, se encaminó hacia la plaza. Apenas cinco minutos después de que se cerrara la puerta, mi teléfono sonó. Era mi hija, llorando al otro lado, apenas le salieron unas palabras para decirme llorando “¡Mamá, me acaban de atropellar!” Con el café en la mano por un momento me congelé pensando lo peor para después salir corriendo hacia ella. La persona que la había atropellado, desde su automóvil, le gritó para preguntarle si estaba bien al verla en el suelo. A pesar del shock del impacto, mi hija le respondió que sí estaba bien después se incorporó y le pidió disculpas por dañar el espejo de su vehículo, mientras la conductora se alejaba apresuradamente. Simultáneamente los conductores detrás de ella, impacientes por el tráfico, comenzaron a tocar sus bocinas. Mi hija se quedó sola en el suelo.
Afortunadamente, el golpe y el susto fueron lo único que sufrió. Sin embargo, este incidente desencadenó una serie de reflexiones profundas en mí. Lo que parecía una mañana común se transformó en cuestión de minutos. Experimenté una profunda vulnerabilidad, y mi aprecio por la vida cotidiana se intensificó. Empecé a percibir la vida y lo cotidiano como un regalo. Admito que el miedo y la ira también se apoderaron de mí: el miedo a perder lo que todas las mamás consideramos más preciado, nuestros hijos.
Aunque reflexionamos a menudo sobre la fragilidad de la vida, integrar esta conciencia a nuestra rutina diaria es todo un desafío. Cada mañana, abrir los ojos de manera consciente y saborear los pequeños detalles, como el aroma del café, el sonido de la licuadora y los gritos matutinos, se convierte en un regalo especial. Es en este preciso instante que muchos de los problemas aparentes empiezan a desvanecerse, adquiriendo un significado completamente distinto.
También me ha servido esta experiencia para caer en la cuenta de que, muchas veces, la velocidad con la que voy navegando las olas de la vida o la cantidad de “ventanas abiertas” en mi “explorador” mental pueden causar que no tenga el cuidado necesario para prevenir situaciones que pueden poner en riesgo aquello que más valoro.
Con el paso de los días, es sencillo volver a caer en la rutina y sumergirse en los patrones de antes. Por ello, es fundamental incorporar esta conciencia a nuestra vida cotidiana como una práctica constante. Esto nos permitirá afrontar los desafíos con gratitud, apreciando cada día como un regalo muy preciado. La vulnerabilidad y la gratitud se entrelazan, recordándonos que debemos valorar lo que tenemos, a quienes amamos y cada momento que se nos brinda.