No hubo un manual para saber por dónde empezar y qué pasos seguir, a quién pedir ayuda.
Por Liliana Contreras Reyes
La mejor forma de describir lo que ha significado para mí ser madre de dos hijos especiales, es compartiendo mi opinión sobre un dicho con el que no podría estar en mayor desacuerdo: los hijos especiales son para padres especiales.
Tener dos hijos con un padecimiento congénito, como es mi caso, es una circunstancia que genera altas expectativas y sobre valoración de mis capacidades. La gente me considera dotada con superpoderes o con mayor fuerza para enfrentar adversidades. No creo “haber sido elegida” o merecer ser llamada una madre especial, por amar a mis hijos, por tratar de superar sus dificultades y defender su bienestar y felicidad. Mi trabajo es igual de valioso al de otras mamás que hacen su tarea, con más o menos errores, entre dificultades, perdiendo y recuperando la paciencia y la fe, en medio de avances y retrocesos, pero intentando ver lo positivo y quedándome con lo mejor para mis hijos.
Pasar por lo que hemos pasado como familia nunca formó parte de mis planes.
El reto más grande se presentó en el momento del diagnóstico, cuatro meses antes del nacimiento de mi primer hijo: Labio y Paladar Hendido (LPH) unilateral completo. Ese nunca más regresar al “todo está bien” de las consultas médicas anteriores, lidiar con la culpa, el miedo a lo desconocido; deshacerme de la idealización de un hijo perfecto y sano, tratar de aprender de genética y medicina con urgencia y, al final, aceptar el doloroso significado de “irreversible”, aunque quirúrgicamente “corregible”.
Viví de todo al intentar entender el LPH. Quitarme de la mente imágenes de rostros incompletos, imaginando consecuencias de fisuras faciales que se dibujaban en los ecos, pronósticos que iban desde algo sencillo en la anatomía de la boca y paladar, hasta complicaciones serias en órganos vitales. La larga lista de procedimientos para una rehabilitación física y de lenguaje, hasta llegar a lo más difícil: el estigma social y la ignorancia que, por principio, sigue despectivamente llamando a este padecimiento “Labio Leporino” y que hostiga con miradas o preguntas inoportunas.
No hubo un manual para saber por dónde empezar y qué pasos seguir, a quién pedir ayuda. Tuvimos el privilegio conocer a los especialistas indicados y me permití aprender un mundo de alternativas, cuando dejé atrás el por qué y empecé a trabajar en el cómo y para qué. Es increíble la red de apoyo que surge de una situación así.
Ver la vida con otros ojos.
Valorar los pequeños esfuerzos, vivir “de a poquito”, traducir las noticias en objetivos alcanzables, recibir a manos llenas el amor y el apoyo de la familia cercana y de muchos amigos y desconocidos que se convirtieron en una familia elegida. En el altruismo de profesionales que aman su trabajo y entregan su tiempo y conocimiento a los demás, encontramos las primeras frases alentadoras y en ellos pusimos el tratamiento de nuestros hijos. Nos aseguraron que no había nada que temer (sí mucho que aprender) y que mis hijos con seguridad tendrían los ojos de mi esposo o mi personalidad y eso nadie podría cambiarlo.
Vivir por segunda vez.
La segunda vez que recibimos la noticia con nuestra tercera hija, fue diferente. Otro golpe duro, por supuesto, pero afortunadamente el ya haber recorrido “esa carretera” nos condujo por un terreno más conocido y, por mucho, menos complicado. La clave está en no darse por vencido, no bajar los brazos y buscar ayuda. Lo que se haga durante los primeros meses de vida, hace mucha diferencia para un pronóstico favorable. Hay que tener paciencia y perseverancia, no apresurar los tiempos y no minimizar las recomendaciones. Las expectativas reales permiten superar de forma más positiva las dificultades.
Valoro y amo más a mis hijos. Me llenan de orgullo los logros cotidianos que van conquistando, ganar peso mes con mes durante el primer año de vida, reponerse entre sonrisas y llanto de una intervención quirúrgica, aspirar de un popote o silbar, ganar puntos en sus tratamientos odontológicos, recibir altas temporales de terapias de lenguaje, verlos tener relaciones positivas con sus iguales y ser respetados, reír, soñar y ser exitosos como cualquier otro niño. La felicidad que anhelo para ellos puede encontrarse en medio de un camino de obstáculos y retos. Las explosiones de gozo se viven más intensas y el sentimiento de gratitud nos llena el corazón día con día.
Pensándolo bien voy a corregirme de cómo me presenté al inicio. Soy madre de tres. Dos de ellos nacieron con un padecimiento congénito. No tengo dos niños especiales, sino tres hijos maravillosamente excepcionales y únicos.